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НОВАЯ КНИЖКА.doc
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05.11.2018
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Lo que no mata, engorda... O castra

Mariano y Chelo siempre llegan tarde. Yo no sopor­to, en general, la impuntualidad gratuita y la otra tam­poco. Pero la verdad es que el restaurante es muy agra­dable y se está muy bien. Los camareros son finos y edu­cados, la noche es espléndida, las luces discretas, la va­jilla de porcelana, los vasos de cristal, los cubiertos de plata, las servilletas de tela.

—¿Tomamos una copa mientras llegan?

—Venga. Yo quiero un gin-tonic, por favor.

—¿Y el señor?

—También, un gin-tonic, gracias.

Yo, santa, me callo la boca como si fuera muda de nacimiento.

El camarero vuelve con las copas y nos pone delante varios platitos con toda clase de pecados: cacahuetes, aceitunas, almendras y otros horrores.

Antonio se abalanza sobre los frutos secos y yo sigo calladita. Pero cuando ya se ha terminado el platito de almendras, y está a punto de acabarse el gin-tonic, no puedo resistirlo:

—Pero, ¿no habías dicho que te ibas a poner a régimen?

—No. Dije que mañana empezaba el régimen, pero además en serio.

—Ah, bueno. Perdona.

—Pero, ¿ves? Ya me lo has recordado y me siento mal. No debería haber comido tantas almendras. Y es culpa tuya —aparta con brusquedad los platitos.

—No me eches encima tu sentimiento de culpabilidad.

—Es culpa tuya, porque me debías haber dicho que no las comiera cuando las trajeron.

Menos mal que en este momento aparecen Mariano y Chelo, sonrientes y encantadores. Y muy bien vesti­dos por cierto. Sobre todo ella que va sencillita, pero maravillosamente conjuntada. Chelo tiene quince años menos que yo y que su marido. Lo peor no es que sea joven, lo peor es que es mucho menos tonta de lo que yo era a su edad. Eso es lo que me jode.

Nos vemos poco pero nos queremos mucho. Maria­no tiene un extraño oficio. Es representante de artistas. Habla de ellos como si fueran sus hijos o parientes pró­ximos. Incluso a veces se enfada con ellos a muerte co­mo sólo gente de la misma familia suele enfadarse.

A mí me cae bien, porque es cotilla y cuenta chis­mes de Rocío Jurado, de Ana Belén o de Mecano1. La relación con Antonio se debe a que mi marido, entre otros negocios, exporta e importa instrumentos musica­les. Chelo es, claro, la segunda mujer de Mariano. Y tienen un bebé de año y medio. De su anterior matrimo­nio Mariano tiene dos hijos que son casi de la edad de Chelo.

Las ideas políticas de Mariano son bastante peregri­nas y es un apasionado de la caza, pero si no se tocan estos temas, se pasa bien con él.

Los cuatro examinábamos atentamente el menú.

—Yo voy a tomar pato a la naranja —dije cerrando el librillo.

—¡Huy qué rico! ¿Dónde está eso?

—Aquí, el cuarto de las aves —indiqué señalando en la carta de Chelo.

—¡Ah, sí! Pato a la naranja con salsa de moras. Pues no sé chica. Yo casi prefiero pescado, por ejemplo, lubina al horno con orégano.

—¿Dónde has encontrado eso? —preguntó Antonio.

—El primero de los pescados.

Nunca he conseguido averiguar cuál es el mecanis­mo mental retorcido y extraño con el que los españoles leemos los menús. Si un plato no lo ves escrito en tu pro­pia carta, es como si no existiera, o algo así. Tampoco sé por qué todo el mundo quiere saber lo que van a to­mar los demás. Ni por qué la gente se decide y luego se echa atrás en el instante de pedir al camarero.

—Yo —dijo Antonio— pediré una sopa de mariscos primero y luego ossobuco. Es carne de ternera con arroz. Eso no me engordará. ¿Carmencita, puedo comer ossobuco?

—Yo qué sé... Supongo que sí.

—No, quiero que me digas si puedo comer ossobu­co, sino pido otra cosa.

—Come lo que te apetezca, Antonio.

—No me digas que estás a régimen, Antonio —pre­guntó Chelo no sin cierta coquetería.

Chelo sabe que todos los amigos de su marido están secretamente enamorados de ella. Conoce bien el tirón que su juventud y su belleza fresca y lozana tienen sobre los cuarentones que la rodean, incluido Mariano.

—Esta tarde ha decidido que lo empieza mañana —aclaré yo arrepintiéndome inmediatamente de haber abierto la boca.

—Puedo empezar ahora mismo. Es más, voy a em­pezar ahora mismo. Carmen, dime qué puedo comer que no me engorde.

—Hombre, yo te diría que unos esparraguitos y un filete a la plancha.

—No me gustan los espárragos —dijo Antonio mien­tras leía atentamente el menú—. ¡Ay va! Hay cordero asado. Pues eso, cordero asado.

—Vale, tío.

—¿No debo comer cordero asado o qué?

—Puedes comer lo que quieras, Antonio. Déjame en paz.

—Tú me dices que el cordero asado engorda mucho y yo pido otra cosa, no te pongas así. Yo quiero que me digas.

—Pero, ¿por qué tengo yo que decirte lo que tienes que comer? ¿Soy tu madre acaso?

—No eres mi madre, pero eres mi «directora general de régimen». Y yo quiero que me ordenes comer esto o lo otro.

—No me amargues la cena Antonio, por favor.

—Te advierto que el cordero asado engorda una bar­baridad —comentó Chelo.

—¿Lo ves? ¿Por qué no me dices que el cordero engorda?

—Tengamos la cena en paz, ¿quieres?

—No, pero en serio. Carmen. A mí me gusta que me mangonees y me ordenes y mandes. Y que me digas lo que tengo que comer o no comer.

—Supongo que habréis advertido la nota de humor en lo que dice Antonio —miré a Chelo y a Mariano que nos observaban sin atreverse a reírse.

—Es que, guapa, prefiero que me digas de antemano lo que debo o no comer a que cuando decida tomar algo me censures y me reprimas diciéndome «no pidas eso que engorda o te sienta mal».

—¿Quieres decir que yo te reprimo y te censuro?

—Es más, ¡me castras!

—¿Pero estáis oyendo lo mismo que yo? ¿Que yo te castro?

—¡Sí, me castras! Todo lo que hago te parece mal, todo lo que pido te parece fatal. Si yo quiero ir a un si­tio, tú no quieres. Te ofende que hable con la gente, te pones celosa, te cabreas porque me hago un huevo frito o porque una vez se me olvidó cerrar el bote del champú.

—¿¡Una vez!? ¡Jamás lo cierras, siempre dejas el ta­pón sin enroscar!

—¡Ah! Así que tú también lo haces, vaya, vaya —comentó Chelo riéndose.

—Tú calla, no eches leña al fuego —le increpó Mariano.

—¿Leña al fuego? Aquí no hay ningún fuego. Aquí hay una tía que está cabreada con Antonio porque no en­rosca el tapón del champú y encima se ofende y se frus­tra cuando le dice que el cordero engorda, y yo pienso que ella tiene toda la razón del mundo.

—Mira, Chelito, guapa, esto no va contigo. A ver si ahora os vais a aliar contra mí —dijo Antonio.

—Contra ti yo no tengo nada. Pero a Carmen la en­tiendo. Porque Mariano hace y dice las mismas estupideces que tú y luego encima dice que yo le tengo castra­do. ¿Por qué sois todos tan iguales? —contestó Chelo.

—¡La virgen santa! ¡No puedo creer que ahora esto se haya convertido en una cruzada de mujeres contra hombres! —exclamó Antonio.

—No señor. Se trata de una cruzada contra las per­sonas egoístas y egocéntricas como vosotros. De eso se trata —Chelo estaba enfadadísima y a mí me conmovía mucho verla tan joven y tan indignada.

—Tiene razón Chelo —dije—, porque todo viene de vuestro infinito e inconmensurable egoísmo, de vuestra falta de respeto por la persona con la que compartís la vida, que casualmente es una mujer.

—Bueno, Antonio, no sé qué decir. Por favor, te rue­go que disculpes a Chelo. Hoy no se encontraba muy bien —intervino Mariano intentando salvar la situación.

—¡Ya estamos con el paternalismo gilipollas! —pro­testó Chelo hecha una fiera—. O sea, perdonad a la deficiente mental que como es tontita no sabe lo que dice ni lo que hace.

—No te preocupes, Mariano —dijo Antonio con mu­cha serenidad adoptando un aire de perdonavidas, de faro en medio de la tormenta—. Lo que necesitan es un buen polvo, nada más.

—¡Te voy a decir una cosa, guapo, y también va por ti, queridito! —a Chelo le temblaba la voz de la ira—. ¡Ni Carmen ni yo tenemos por qué aguantar vuestro egoísmo ni vuestra inmadurez, ni vuestra actitud sobra­da de machitos! ¡Yo estoy hasta los cojones de aguanta­ros, porque además sois todos asquerosamente igualitos unos a otros!

—En eso, puedo asegurarte, que llevas toda la razón —añadí yo, envalentonada por el coraje de Chelo—. Pero, ¿qué pasa, que os creéis que ese colgajillo que tenéis entre las piernas os da patente de corso para avasa­llar a los demás seres humanos que no lo tenemos? Y te digo más. Sois todos iguales, los artistas, los intelec­tuales y los funcionarios. ¡Los que la tenéis larga como los que la tenéis corta!

—¿Qué pasa? —preguntó Antonio—. Que las dos es­táis empeñadas en damos la cena hoy, está claro. Y en­cima, vaya vocabulario.

Chelo, echó violentamente su silla hacia atrás, puso la servilleta encima de la mesa y dijo solemne:

—Yo no, porque no pienso cenar con vosotros.

—Yo tampoco, que os folle un pez —dije, levantán­dome de la mesa y cogiendo mi bolso del suelo.

Nos alejamos por entre las mesas, antes de que pu­dieran abrir la boca. Recogimos mi coche y nos fuimos a una pizzería. Lo pasamos muy bien poniéndolos a pa­rir sin recato. También decidimos que más valía lo malo conocido que alguno bueno, y probablemente inexisten­te, por conocer.

Yo no sé Mariano, pero a Antonio le sentó bien el manteo. Estuvo dos días muy educado: lavaba su taza después de usarla, cerraba cuidadosamente el tapón del champú y estiraba la toalla mojada en vez de dejarla so­bre la cama. Sólo dos días, al tercero el nuevo tubo de dentífrico estaba apretado por la mitad, sin tapar y la pasta seca. ES IMPOSIBLE.