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НОВАЯ КНИЖКА.doc
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Vocabulario:

as (m) - туз; виртуоз, мастер

tiesos - (зд.) напряженные

astilla - щепка

Conteste a las preguntas:

  1. A Olegario ¿qué le importaba más: el renome de un as del presentimiento o los bienes materiales?

  2. ¿Qué le daba su don de intuición?

  3. ¿Qué sentimientos tendría Olegario al comprobar que lo que se estaba quemando era su casa?

Soledad Puértolas

Soledad Puértolas nació en Zaragoza en 1947 y estudió literatura y periodismo en Madrid y California. Su primera novela, El bandido doblemente armado, obtuvo el Premio Sésamo de novela corta en 1979; a esta obra le siguió una colección de relatos titulada Una enfermedad moral. Esa misma línea de intriga y trama misteriosa se mantuvo en Todos mienten y Queda la noche (Premio Planeta 1989), mezcla de realidad y fantasía. También ha frecuentado la literatura juvenil con La sombra de una noche y El recorrido de los animales, así como el ensayo, con La vida oculta. Otras obras son: Días del Arenal, La corriente del golfo, Si al atardecer llegara el mensajero, Recuerdos de otra persona, Una vida inesperada, Gente que vino a mi boda, A través de las ondas, La rosa de plata, Adiós a las novias y Con mi madre.

El inventor del tetrabrik

Aquel año no tenía nada que hacer, pero me pasaba el día mirando el reloj. Una vez que me quedaba sola en casa, ponía la ropa en la lavadora, recogía el desayuno, colocaba en los armarios la ropa planchada, subía y bajaba por las escaleras a paso rápido, como si tuviera mucha prisa. Todo esto mientras me bebía un litro de agua antes de desayunar un yogur natural descremado, endulzado mínimamente con Polydulcín, y un café con leche, porque estaba a régimen, aunque del café no podía prescindir. Desde que había deja­do de trabajar había engordado, y cuando engordo entro en un proceso acelerado de depresión. Y buenas razones tenía ya para deprimirme. Por lo menos, que la ropa me sentara bien.

Pero todas esas actividades se terminaban antes de las doce. Hubiera podido hacer más, pero nunca he sido perfeccionista con las tareas de la casa. Hago las cosas, pero hasta cierto punto; allí me quedo y no hay quien me mue­va de allí. Quiero decir: después de eso, ya puedo ver un papel en el suelo, que no me agacho a recogerlo. Ahí se queda hasta el día siguiente. Lo veo y le digo internamente: te perdono la vida, te quedas conmigo, viéndome pasar... Alguien debería hacer eso conmigo. Sé que son pensamien­tos estúpidos, pero te ayudan a ir tirando. Como pasaba mucho tiempo sola, me acostumbré a hablar en alto, en murmullos indescifrables, y suspiraba mucho, con teatrali­dad, y, sobre todo, movía constantemente la cabeza hacia los lados. Lo recuerdo ahora; es como si me pudiera ver.

Tenía demasiado tiempo para mí, eso era lo que pasaba. Mi matrimonio se había venido abajo. Yo me había queda­do sola, con los niños. Tenía una casa y un coche pequeño. Y una pensión, desde luego. En eso, los norteamericanos cumplen. Mi marido era norteamericano. Lo conocí aquí, a la salida del Museo del Prado. Yo estaba recostada en el pedestal de una de esas estatuas —no sé si de Velázquez o de Murillo—, que hay a la puerta, tomando el sol, con los ojos cerrados. Cuando los abrí, vi a ese chico detenido frente a mí, mirándome. Enseguida supe lo que iba a pasar. Era un hombre verdaderamente guapo, uno de esos hombres a los que no puedes decir que no, sólo por el gusto de tenerlo a tu lado. Cuando se me acercó y me preguntó algo, tenía ya, según me dijo luego, la intención de llevarme a la cama. Le gusté, todavía puedo decirlo con orgullo. Dijo que la forma en que estaba sentada, que las piernas un poco dobladas, que el cuello hacia atrás, que mis manos sobre el bolso... Me lo dijo luego, al atardecer de aquel mismo día. La ver­dad es que fuimos muy deprisa. Y, aunque yo creía que iba a ser un ligue pasajero, entre otras cosas porque nos enten­díamos a medias —ninguno de los dos dominaba el idioma del otro—, el caso fue que nos casamos.

Él era un niño bien de San Francisco. Antes de casarnos, fui a conocer a sus padres. Su casa de madera, pintada de blanco y con tejado de pizarra negra, estaba colgada en la colina. Desde el cuarto de estar, cubierto con una moqueta de color malva, y desde la gran terraza rematada con jardineras colmadas de flores, podías contemplar la bahía y sen­tir que habías entrado en el escenario de una película. Una película de lujo. El padre de Stephen era médico. La madre tejía alfombras y compraba antigüedades. Y vendía sus al­fombras. Y a precio de oro, por cierto. Yo no siento una in­clinación especial hacia las alfombras, pero aquéllas tenían algo especial. Cada vez que me acuerdo de ellas, lamen­to no haberme quedado con una, aunque, pensándolo bien, no hubiera sabido dónde ponerla. Pero hay que reco­nocer que Marge, mi ex suegra, manejaba los tonos lilas como nadie. Trabajaba por las mañanas. Después de de­sayunar, se encerraba en su taller, se plantaba frente a los bastidores —siempre tenía en marcha dos o tres alfombras— y husmeaba entre los grandes ovillos de las lanas, en busca de la combinación y el dibujo definitivos. Marge era esa clase de mujer que es indudablemente fea pero que acabas teniendo por guapa. No sólo sabía hacer alfombras, sabía cómo vestirse y arreglarse, y estaba siempre contenta. Su marido, un hombre espectacularmente atractivo, se la pe­gaba con algunas pacientes. Pero tengo para mí que la ad­miraba. Él era un caradura. Ganaba mucho dinero y estaba tan seguro de sí mismo o de la seguridad de Marge que no ponía ningún interés en ocultar sus aventuras. Llamaban algunas mujeres a la casa y a él, soy testigo, se le transfor­maba la voz o se cambiaba de teléfono para hablar con más comodidad, pero Marge era impasible y en una ocasión me guiñó un ojo. Aguanta, chica, que esto no tiene importan­cia. Creo que todas esas mujeres acabaron comprando a Marge una alfombra.

Mi dormitorio también daba a la bahía. Era un cuarto pequeño, decorado en tonos azules y ocres. El cuarto de baño era un auténtico cromo. Para empezar, era más gran­de que el dormitorio, y tenías todo lo que pudieras necesi­tar. No sólo toallas y jabón, sino colonias, cremas, pesas, albornoz, por supuesto, peinador, rizadores, secador, guante de crin, esponjas naturales... ¿qué más? Cajones con medi­cinas, polvos de talco, sales de baño... El cuerno de la abun­dancia de los productos de tocador. Resultaba un poco ago­biante, debido a la moqueta, muy peluda, de color celeste. Al demonio se le ocurre poner una moqueta en el cuarto de baño. Me imagino que se pudre. Pero a ellos no les im­porta: la cambian todos los años. Van del celeste al rosa y recalan algunas veces en el beige. Era asunto suyo, pero a mí no me gustaba. Estoy acostumbrada a la baldosa. Re­sulta desagradable poner tus pies mojados en la baldosa cuando no encuentras la alfombrilla del baño, pero es una incomodidad que estoy dispuesta a afrontar, una incomo­didad natural, por decirlo así. La moqueta mojada es algo que me pone enferma.

Pero no me dediqué a poner inconvenientes. Los padres de Stephen estaban encantados con nuestra boda. Hay que decir que una boda en Norteamérica no es como una boda en España. Por un lado, es más, porque a los norteameri­canos les gustan las celebraciones más que a nadie y se mueren por hacer su aparición, todo lo esplendorosa que se pueda, en medio de un grupo de gente extasiada. Son partidarios de la frivolidad y del boato, y se desenvuelven con maravillosa naturalidad en medio de la más ridícula de las fiestas. Lo curioso, en el caso de las bodas, es que, pese a celebrarlas mucho, no les conceden gran importan­cia. Hay regalos y muchos abrazos, pero nada de «para siempre». Ningún sentido religioso, eso es lo que pasa. Sólo pasión mundana. Y siento tener que decir estas cosas, cuan­do yo misma no acabo de saber por dónde andan los lími­tes entre uno y otra.

A mí me acogieron bien. Como cada cual iba a lo suyo, les pareció perfecto que Stephen se casara con una chica española. Un grado de exotismo se puede aceptar. Y aunque ellos creían que todas las españolas éramos morenas y ardientes, nos vestíamos comúnmente con traje de faralaes, sacábamos las castañuelas con cualquier excusa y vivíamos más o menos enrejadas, aceptaron encantados la excep­ción que era mi caso como algo de alto standing.

Fueron, en suma, unos días estupendos. Y al final se decidió que ellos vendrían a España para la boda, porque estaban deseando hacer un viaje por Europa. Querían regresar a las ciudades de su luna de miel. Los norteameri­canos son así. Crees que no se quieren nada y de repente te sorprenden con esos detalles sentimentales. Parecían muy ilusionados. Compraron muchos regalos para mis padres y mis hermanas; se pasaban el día interesándose por sus gustos y aficiones y pronunciaban sus nombres como si los conocieran de toda la vida, de una manera que, por razo­nes confusas, me sobresaltaba. Era como si pudieran apro­piarse de todo, como si todo lo pudieran comprar.

Pero no quiero ponerme crítica. Pasé muy buenos ratos entre ellos y soy capaz de apreciar sus virtudes. Para la convivencia, por ejemplo, eran ejemplares. Cada uno hacía en la casa lo que le daba la gana y siempre estaban sonriendo aprobatoriamente como si eso que hacías fuese algo estupendo, casi excepcional. Acostumbrada al trato normalmente hostil que, por mucho que se quieran, se otorgan en­tre sí los miembros de las familias españolas, aquello me parecía cosa de ciencia-ficción. Stephen y yo pasábamos muchas horas encerrados en mi cuarto azul y ocre sin que a nadie se le ocurriera molestarnos. No había ninguna sus­picacia, ningún comentario, ninguna alusión irónica ni risas nerviosas, cuando decidíamos aparecer. Éramos due­ños de nuestra vida.

Volví sola a España y traté de explicarles a mis padres cómo era la familia con la que íbamos a emparentar. Mi madre estaba histérica. Le molestaba que su consuegra hubiera instalado un taller en la casa y ganara dinero con sus alfombras lilas. Eso la predispuso en su contra. No sabía cómo se debía tratar a una persona así. Le consolaba la idea de que fuera fea, pero sospechaba que, de todos mo­dos, ella se sentiría inferior. Mi padre desempolvó su pre­cario inglés. Se paseaba por los cuartos repitiendo: «Good morning», «How are you?»...

Bien, todo eso pasó, pero me gusta rememorarlo de vez en cuando. Stephen y yo vivíamos en una nube y no nos dignábamos echar ninguna ojeada hacia abajo. No podía­mos. Él me llamaba todos los días y nos pasábamos una hora colgados del teléfono, ocupando una línea transatlán­tica en un interesante diálogo cuyas palabras más frecuen­tes eran «sí», «mucho» y «yo también», convenientemente envueltas en suspiros, estremecimientos y fuertes latidos del corazón. Dos personas así si miran hacia abajo se es­trellan.

Pero pasó. Fue un vendaval, tras el cual no quedó nada. Situada en su centro, no me enteré de gran cosa. Amalia, mi hermana mayor, se ocupó de todo. Me acompañó a la parroquia para que se publicaran las amonestaciones y me ayudó a escoger el traje adecuado. Me desentendí de lo demás: el cóctel, la iglesia en la que habría de celebrarse la ce­remonia, los invitados, la ropa blanca que debía constituir mi ajuar... En mi cuarto fueron apareciendo cajas de cartón que acabaron formando una pequeña torre. Yo levantaba su tapa a instancias de mi madre: debajo del papel de seda, almidonados y perfectamente doblados, había manteles, juegos de cama, camisones...

Pero mi memoria falla cuando trato de evocar lo que fue mi vida con Stephen, ya instalados en Santa Bárbara, en uno de esos «condominios» del llamado estilo español. Re­cuerdo vagamente que dejaba pasar el día arreglando la casa, tomando el sol en una hamaca junto a la piscina o preparando estupendas ensaladas y pescado al horno ba­ñado en vino blanco. No éramos del todo vegetarianos, pero no comíamos carne. Y supongo que fuimos felices en esa sucesión de días iguales, sin sorpresas. Supongo que cuando Stephen llegaba alrededor de las cinco de la tarde, yo lo estaba esperando con cierta impaciencia y lo recibía con una dulce sonrisa. Creo que pasábamos mucho tiempo en la cama.

Nuestro primer hijo, Daniel, nació en Santa Bárbara. Yo estaba loca de entusiasmo. Stephen se fue aquel verano a un largo viaje de negocios por América del Sur. A mí me apetecía ir a España con Daniel. Por primera vez en mi vida, estaba llena de afectos familiares. Quería que mis pa­dres conocieran a Daniel. Pasamos el mes de agosto en Fuenterrabía, bajo el cielo nublado. Otro paréntesis de felicidad. Tenía muy pocas noticias de Stephen, pero no me preocupaba. Alimentaba a Daniel y extendía cremas suavi­zantes sobre nuestros delicados cuerpos. Estaba en el cen­tro del mundo. La gente nos paraba por la calle. No reci­bíamos sino alabanzas. Todavía siento una punzada de dolor al recordarlo.

Cuando volví a Santa Bárbara, encontré a Stephen taciturno. Me dijo que las cosas andaban mal. Se refería a su trabajo. No supe ver que era una excusa para pasar todo el día fuera de casa y para obsequiarnos con su cara malhumorada cuando se encontraba entre nosotros. No se deci­día a dejarnos. Tenía cierto sentido del deber y a fin de cuentas me había arrancado de mi medio. Pero allí se ini­ció la pendiente, aunque yo sólo fuera totalmente cons­ciente algo después. Y estaban aquellos ratos en la cama, tan buenos como al principio, acaso más.

Borja nació en el mes de julio. Y, repentinamente, mientras lo tenía entre mis brazos y acariciaba su cabeza cubier­ta de pelos oscuros, lo comprendí. De la cama de al lado, de la que me separaban un par de metros y un biombo, proce­dían unos suspiros melancólicos. Hubiera querido conso­lar a esa mujer, pero yo también me puse a llorar. ¿Dónde estaba Stephen? En cuanto me había dejado en el Hospital había desaparecido, para distraer a Daniel, según dijo y yo aprobé. Pero vi, en ese momento vi, la forma en que me dijo adiós. Huía. No quería saber nada. No podía.

Los suspiros de la mujer de la cama de al lado me rasga­ron el alma. Lloré tanto que casi me quedé dormida de agotamiento. Cuando vino la enfermera, me cogió a Borja del regazo y se lo llevó. Antes de irse me dio un kleenex y se me quedó un instante mirando con unos ojos abrumado­ramente azules. A muchas madres les pasa, susurró. Es bueno desahogarse.

Creí que ya estaba preparada, pero no era cierto. El mundo se me vino abajo cuando Stephen me lo dijo. Las vueltas de la vida, la inoportunidad del amor. No me cuen­tes cuentos, maldito hijo de perra, señorito de mierda, eter­no conquistador. Jamás serás un hombre. Te han echado a perder con los mismos, con tanto dinero. Eres demasiado guapo. ¿Qué demonios quieres que haga? Volveré a mi país.

Volví. Con el dinero que había obtenido de la separa­ción, me metí en la lenta operación de comprarme una casa adosada en las afueras de Madrid, busqué un trabajo, contraté a una asistenta, encontré una guardería para los niños. Me arrastraba por las calles, lloraba por las noches. Lo tenía clavado en el centro de mi ser. Lo amaba.

Pero, poco a poco, lo olvidé. Como suena. Lo olvidé. Después de un año, tal vez de dos, pero lo olvidé. Al chico rubio y alto que me desnudó con la mirada en la puerta del Museo del Prado. Todo acaba así. El tiempo vence.

El trabajo me distraía, los niños me mantenían ocupada. Curiosamente, mi madre parecía aliviada. Haber cortado lazos con aquella familia perturbadora la reconcilió con­migo. Estaba dispuesta a ayudarme, a escuchar mis quejas, a dejarme vivir. ¿Eso era vida? Había dejado de pensar; no tenía ninguna idea sobre la vida ni sobre la muerte. Me dejaba llevar, me pasaba el día de un lado para otro, atendien­do a mis hijos y cumpliendo con mis obligaciones. Tenía amigas y amigos. Veía a los hombres con indiferencia, des­de una distancia insalvable, y nunca pensé que me volvería a enamorar; creía que las cosas serían siempre como eran y me parecía bien. No tenía amargura ni rencor. Era como si algo se hubiera muerto para siempre y no me importara demasiado.

Pero aquella situación, contra todo pronóstico, se dese­quilibró. Fue el trabajo lo que falló. De la noche a la maña­na, a causa de una remodelación de la empresa que acarreó una reducción del personal, me encontré en casa, paraliza­da, sin un lugar al que acudir cada mañana y que justifica­ra el orden y la organización de mis días. Al principio no me di cuenta, incluso me dije que eso me vendría bien, que así tendría más tiempo para la casa. Aprendería a cocinar nue­vos platos. Ordenaría los armarios. Podría despedir a la asis­tenta y ahorrar así algo de dinero. Me compraría más plan­tas, ahora que podía cuidarlas, una planta al mes. Tendría el cuarto de estar como un invernadero. Cosería por las tar­des. Compraría lana y les haría unos jerséis a los niños. Siempre había sido buena para eso. Era una suerte: ahora podría hacer todo lo que siempre había querido hacer.

Y supongo que fue así durante cierto tiempo. Los arma­rios quedaron impecablemente ordenados. El cuarto de es­tar, rebosante de plantas. Mis hijos tuvieron sus jerséis. Co­ciné estupendos platos. Engordé. Y entré en ese estado que ahora evoco: me aislé de todo ser adulto. No veía a nadie. Hablaba con mi madre por teléfono a la caída de la tarde; los veía, a mis padres, los domingos. Nos venían a buscar y comíamos en un restaurante italiano. Alguna vez venían mis hermanas. Fue sin darme cuenta. Poco a poco. Mi ca­beza se fue vaciando de toda conversación. A nadie le inte­resaban mis nuevas plantas o cómo hacía la limpieza de la casa. Ni siquiera a mi madre. Pero, ¿para qué quería hablar? No me di cuenta. Sólo miraba el reloj constantemente, por si acaso el tiempo se detenía. Lo único que quería era que las manecillas avanzaran. Era mi única preocupación.

Lo hacía todo muy deprisa, como si con eso consiguiera que el tiempo se pusiera a mi favor. Cuando, a media ma­ñana, había acabado con las tareas de la casa, me sentaba en el sofá y lloraba un rato. Estaba tan extenuada que nece­sitaba quejarme y llorar. Luego, aumentaba el volumen de la radio y hacía la comida: la cena para los niños. Como yo estaba a régimen, me preparaba una ensalada y me hacía un filete a la plancha. Comía vorazmente, no tanto ya por acabar cuanto antes como porque tenía verdadera hambre. Me reía de mí misma, de mi total ausencia de buenos mo­dales. Debía de ser un espectáculo verme comer. Cortaba la carne con ansiedad, mientras masticaba el trozo que me acababa de meter en la boca. Allí lo mezclaba, sin pizca de educación, con hojas de lechuga. Yo era una trituradora. Me permitía beber un vaso de vino, para poder dormir la siesta, que era el mayor de mis placeres. Recogía la cocina. Metía los platos, los cubiertos y la copa en el lavavajillas. Iba al cuarto de estar y ponía la televisión. Me echaba en el sofá y los ojos se me iban cerrando mientras escuchaba las noticias. El mundo quedaba lejos, se iba esfumando con sus horribles noticias y sus absurdas celebraciones. El mun­do no existía: era la voz del locutor, una voz hueca, indife­rente. Las noticias eran siempre muy parecidas, tal vez las mismas.

Pero puede que todo eso me afectara. El mundo estaba algo más hundido cuando volvía a abrir los ojos y decidía incorporarme. Realmente, había un momento en que dudaba de si sería capaz de ponerme en pie. Hacía un esfuer­zo de concentración, descendía a un punto de color rojo —lo veía muy abajo, casi inalcanzable— y me apoyaba en él para levantarme. Lo único que verdaderamente quería era dormir, toda la tarde y toda la noche, pero sabía que ese momento se superaría. Recalentaba el café de la mañana y me lo bebía como una medicina. Me lavaba la cara, me arreglaba un poco, me echaba colonia. La soledad había concluido. Tenía que ir a recoger a los niños. A la puerta del colegio, pasaba unos instantes de inquietud, pero los niños aparecían y regresábamos a casa para merendar. Otra vez alrededor de la mesa de la cocina. Cola-Cao y tostadas, ga­lletas con mantequilla y mermelada. Yo sólo miraba. Pre­paraba y miraba. Hablaban los dos a la vez, reñían, lo ensu­ciaban todo, se pegaban. Eran mis hijos. Exclusivamente míos. Niños norteamericanos, niños que, llegados a la ju­ventud de sus dieciocho años, tendrían que escoger a qué nación querían pertenecer. Éramos una familia extranjera en esos desconocidos, hasta entonces, alrededores de Ma­drid. Barrios de casas adosadas y centros comerciales. Ni España ni Norteamérica. Escuchaba sin oír las conversa­ciones de quienes se cruzaban con nosotros en el centro comercial, adonde íbamos cada día después de merendar. Daniel y Borja, ya saciados, querían ir al salón de juegos re­creativos (así lo llamaban todos, sin entender bien el sig­nificado y sin pararnos a tratar de entenderlo); ése era su vicio: meter monedas en las máquinas y estarse un rato quietos, con los ojos fijos en la pantalla de colores, las ma­nos al volante. Entre tanto, yo, bajo la bóveda acristalada, me tomaba una cerveza y trataba de reanimarme. Conocía las tiendas de memoria y todos los días me compraba algo: unas medias, unos guantes, un pasador de imitación de ca­rey. Al final, una vuelta por el supermercado. La carne de mañana, la mantequilla... Colocar y sacar las bolsas de plástico del maletero del coche. Llegar a casa y guardar las co­sas en la nevera y en los armarios. Preparar el baño, bañar a los niños e, inmediatamente, calentar la cena, ya preparada, mientras el sonido de la televisión invade la casa. Y, al fin, todos listos para la noche, en medio de un desorden que se remediará mañana, recostados en el sofá, muy juntos, has­ta que los niños caen vencidos por el sueño y los llevo en brazos a la cama. A las diez, a las once.

Recuerdo más los días de verano, el calor, las ventanas abiertas. A veces, cenábamos en el porche. Era todo un acontecimiento. Los niños me ayudaban a sacar las cosas, poníamos la mesa entre todos. Parecía que nunca iba a anochecer, que el día nunca concluiría. Fumaba lentamen­te un cigarrillo. Todo esto pasará, me decía. Este tiempo es­tancado un día echará a andar. ¿Cuánto duró? No sé me­dirlo, está fuera de toda medida. Un año, dos, tres, ocho meses... Mirando hacia atrás, me digo que yo estaba verda­deramente desesperada y que, de haber seguido mucho tiempo así, hubiera acabado loca. Me rescataron, es cierto, y debo agradecérselo al destino, pero es curioso que al re­memorar esa época sienta nostalgia. No quiero retroce­der, ni a eso ni a nada. Pero ni el primer encuentro con Stephen ni mi llegada a San Francisco ni mi boda ni nada de lo que me llenó de dicha mucho después, reconcilián­dome con las fuentes de la vida, me hace llorar en medio de la tarde. Me aferré a esa época en busca de algo, ¿quién era yo? Me veo de lejos, a mucha distancia. Puedo ver cada cosa que hago, mientras levanto la muñeca hacia mis ojos para ver la esfera del reloj. Y veo cómo subo y bajo las esca­leras, cómo entro en una tienda y me pruebo una blusa, cómo bebo el litro de agua y devoro el filete con ensala­da, cómo estamos, los niños y yo, alrededor de la mesa de la cocina y, armada de las tijeras rojas, abro el tetrabrik que contiene la leche. Daniel dijo: «¿Quién inventó el tetrabrik?»

«Me has hecho una pregunta interesante —respondo yo—. Puede haberlo inventado cualquiera, alguien como noso­tros. Debe de haberse hecho muy rico. Estará viajando por el mundo en los compartimentos de primera clase de los aviones, se alojará en hoteles de cinco estrellas, vivirá en hermosas mansiones rodeadas de jardines, de bosques con estanques sobre cuya superficie se deslizan oscuros patos pequeños y blancos cisnes enormes...» Nuestra imagina­ción se disparó mientras caía la noche.