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- •Isabel Allende
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- •Isabel Allende
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- •Isabel y Fernando, tanto monta monta tanto
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Zapatos
No se trató del mejor verano de mi vida. Y creo que el mejor verano de mi vida, como el mejor amante, está aún por llegar. He tenido veranos buenos y malos; ninguno, que yo recuerde, especialmente maravillosos, excepto los de la primera infancia. En cualquier caso, voy a contar una historia verídica. Durante tres años mantuve una relación que ahora no podría calificar de amorosa, pues pienso que quien ama no humilla a su pareja ni la acosa ni la hace sufrir. Digamos, pues, que mantenía una relación (sin adjetivo) con un hombre ciclotímico, inmaduro, extremadamente celoso y muy dado a los arrebatos de mal genio, cuya influencia me cambió el carácter de tal manera que mis amigos empezaron a preocuparse viendo cómo la antigua alegría de las fiestas iba languideciendo y marchitándose a ojos vista, como quien dice. Mi amiga Gemma trabaja en el Festival de Cine de San Sebastián y dispone cada verano de un piso estupendo en primera línea de playa. Viéndome tan mal como yo entonces estaba, casi habría que decir que me suplicó que fuera a verla, en lugar de afirmar que me invitó a pasar una semana en la ciudad. Convencí a mi amigo Nacho para que subiera conmigo, pues así podríamos aprovechar para ver el Festival de Jazz. Cuando volvimos a casa tras la primera noche en la ciudad, achispados los tres, y compartidos nuestro primer concierto y nuestra primera juerga donostiarra1, reparé en que la pantalla de mi móvil me avisaba de que tenía almacenados tres mensajes de voz. Se trataba de mi amante, borracho perdido e indignado porque no me localizaba. Cuando le llamé, me contestó con una serie de improperios dictados por el alcohol o los celos, o por la combinación de ambos factores. No encontré manera de hacerle razonar. Cuanto más amable me mostraba yo, más desagradable se ponía él, supongo que porque le reafirmaba verme sufriendo y le hacía sentirse superior, o al menos más fuerte. Me puse a llorar de tal manera, sollozando e hipando a lágrima viva, que Nacho me obligó a desconectar el teléfono. Luego se sentó frente a mí y me repitió el discurso que me había repetido ya miles de veces sin conseguir nada: que me estaba arruinando la vida, que aquel hombre evidentemente no me quería, y que no me quedaba más remedio que cortar con esa relación de una vez.
Cada vez que Nacho, o cualquier otra de mis amistades, me soltaba un sermón idéntico o parecido, yo comprendía que tenían razón y hacía firmes propósitos de enmienda, y me juraba cortar por lo sano con aquella historia, pero luego me vencía el dolor de corazón y, a la mañana siguiente, volvía a llamar a mi amante. Así que, tras escuchar a Nacho y asentir a lo que decía más por educación que por convencimiento, me fui a dormir agotada física y emocionalmente, y convencida de que no tendría fuerza de voluntad como para acabar con aquella historia que me estaba consumiendo viva.
A la mañana siguiente Gemma, Nacho y yo decidimos salir a pasear a la playa. Nos sorprendió mucho encontrar, justo frente al portal del edificio, un par de zapatos negros perfectamente alineados. Lo curioso es que se trataba de unos zapatos nuevos, del número 38 y medio, que es precisamente el mío y que muy pocos diseñadores fabrican, y firmados por la diseñadora Atenía Alexander, que siempre me ha gustado pero cuyos modelos son dificilísimos de encontrar. Intentamos buscar una explicación al hecho de que alguien hubiera dejado tirados en la calle unos zapatos tan caros y prácticamente sin usar. Pensamos en una historia romántica: el chico que se ofrece a subir a su novia hasta casa cruzando el umbral/portal del edificio con ella en brazos, como quien entra a una novia. Y quizá un vecino, al ver los zapatos desparramados en la acera —la chica lo deja caer mientras patalea, entre la alegría y la vergüenza, fingiendo que se resiste, pero encantada de que él la alce—, los hubiese alineado en una esquina. Pensamos en una inglesa borracha que, harta de las ampollas que estaban martirizándole los pies, se deshizo de los zapatos en dos literales patadas y decidió seguir su camino sin ellos. Pasamos la mañana imaginando historias sobre el par de zapatos perdido y hallado. El caso es que yo decidí quedármelos, porque no sólo me gustaban mucho, sino que me sentaban como un guante.
Llamé por la tarde a mi amigo Francisco, especialista en temas esotéricos, y le conté la historia, convencida de que el hallazgo de los zapatos revestía una significación especial. Él me dijo que unos zapatos que esperan a la puerta —y era obvio que aquellos me esperaban, puesto que es raro que yo encuentre unos zapatos de mi horma, demasiado ancha, y de mi número, ese medio que no quiere ni ser 38 ni 39, y que además se adapten a mi gusto extravagante—, unos zapatos preparados para que alguien emprenda con ellos camino, significan un cambio radical en la vida, la señal de que se anuncia un desvío en el próximo recodo del camino, donde los pasos se torcerán para bien e iniciarán un nuevo rumbo. Y el caso es que nunca más volví a llamar a aquel amante, aunque durante tres años había conocido discusiones telefónicas mucho más airadas y sonadas que las de la noche anterior, y me habían soltado bienintencionados sermones tanto o más convincentes que el que Nacho me había largado, pero sé que el hallazgo de los zapatos fue determinante para mi cambio de vida, no sé si porque realmente se trataba de una marca del destino o si porque la certeza del destino me alentaba a tomar una decisión de una vez por todas, y fue mi propia sugestión, mi propia creencia en un destino trazado de antemano, la que me animó a cambiar de rumbo y, así, mi propia voluntad se hizo destino, aunque el destino no exista, o aunque existiera pero no fuera su mano la que hubiera colocado los zapatos a mi puerta. Yo nunca lo sabré, ni me importa.