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НОВАЯ КНИЖКА.doc
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05.11.2018
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Vocabulario:

mentón (m) - подбородок

resignado – покорный, покорившийся

retrete(m) - сортир, туалет

ensayar - репетировать

en ayunas - натощак

cabrear - злиться

Conteste a las preguntas:

  1. Cuando el hombre echó un rapapolvo (устроил выволочку) a la alemana, ésta ¿sigió tocando el fagot porque siempre ensayaba a estas horas o para hacerle rabiar aún más?

  2. ¿Quién de los dos tendría razón?

  3. ¿Habría remedios para resolver ese lío por la buenas?

Arturo Pérez Reverte

Gili-restaurantes

Hay gilipollas y gilipollas. Quiero decir que hay tontos del haba congénitos, de pata negra, que no lo pue­den evitar por mucho empeño y buena voluntad que le echen al asunto. Individuos e individuas que si se presen­taran a un concurso de gilipollas serían descalificados en el acto, por gilipollas. Gente cuya naturaleza biológica incluye la gilipollez de modo perfectamente natural, como la de otros incluye tener los ojos azules o alergia al pescado. O sea, gente de esa que llega la enfermera y le dice al padre que está fumando en el pasillo: «Enhorabuena. Ha tenido us­ted un gilipollas de tres kilos y seiscientos gramos».

Como ven, hablo de gilipollas que no pueden evi­tar serlo, hasta el punto de que algunos llegan a caer bien. Uno los ve, los oye y se dice: «Es sim­pático este imbécil». Sin embargo, hay otra variedad más común, más de andar por casa. Más ordinaria. Hablo del gilipollas vocacional: del que se esfuerza a diario por avan­zar paso a paso en el perfeccionamiento de una gilipollez a la que aspira con entusiasmo. Esos gilipollas aficionados dan lugar a un fenómeno que podríamos definir como pseudo-gilipollez o variante hortera de aquélla. Lo malo es que, a diferencia de la otra, perfectamente. localizada en lugares y medios especializados de las Españas, ésta última te la encuentras en la vida diaria, a la vuelta de la esquina, contaminándolo todo.

Pensaba en todo esto el otro día, cenando; en un restaurante pijo de los que pretenden cierto, nivel, Maribel. En el vesíbulo hay una señorita muy arreglada, con falda corta y pul­seras; muy peripuesta y dinámica como en las películas de ejecutivas que salen en la tele, y que, nada más verte entrar, dice: «Hola, ¿tenéis reserva?», tuteándote cual si hubieseis vivido ella y tú intimidades previas, hasta el punto de que te sientes en la obligación de dirigirle a tu acompañante una mirada de excusa, como diciéndole: «Te juro que no conozco de nada a esta tía»; (De cualquier modo, peor se­ría que te estampara un par de absurdos besos en las mejillas, muá, muá, como hace ahora a las primeras de cam­bio toda mujer a la que te presentan. Vulgaridad notoria que, cabroncete como soy, suelo prevenir dando antes la mano a distancia y prolongando unos segundos el apre­tón, para que las besuconas se den con mi mano en el estómago al acercarse dispuestas al ósculo.)

El caso es que el restaurante era playero, con pre­tensiones de diseño y alta cocina moderna y unos precios que te rilas, frecuentado por clientes ad hoc: Lacoste, pantalón corto hasta la rodilla y con raya, zapatos tipo mocasín sin calcetines, teléfono móvil y toda la indumentaria, y haciendo juego. Hecho un paria entre tanta elegancia, con mis viejos te­janos de pata larga y la barba de semana y media, me vi obligado a decirle al camarero «estará bien, no se preocupe» ante su extrañeza de que no catara el vino, que él había servido con mucho aparato y movimiento de corcho, en vez de dedicar yo a tan fundamental operación los diez mi­nutos que en las otras mesas se consagraban al asunto, fruncido el ceño, moviendo la copa para aspirar el aroma, chasqueando la lengua antes de declarar «excelente» con tanta gravedad y aplomo como si los tiñalpas hubieran pasado la infancia entre viñedos de Borgoña.

El maitre, muy serio y muy consciente de la solemnidad del caso y de que comer es un acto cultural comparable a leer a Proust —, nos recomendó algunas especialidades de la casa, destacando las cigalitas, los boqueroncitos y las almejítas, y sugirió la doradita o la lubinita, esta última con unas patatitas a lo pobre o unos buñuelitos de bacaladito con salsita con frambuesita. Y no faltó, tras los postres, la visita del cocinero, o vete a saber quién era el pájaro, un fulano vestido en blanco con su nombre bordado en el bolsillo, que recorría las mesas estrechando manos y dando conversación a compadreo que a algunos clientes parecía encantarles, pero que a mí me hizo temer que se nos sentara en la mesa y nos chuleara un café por el morro. Así que pedí apresuradamente la cuenta:—el maítre se mosqueó un poco cuando le dije que hiciera el favor de traerme la cuenteсita porque nos íbamos a la callecita— y me encaminé a la puerta con mucho alivio. Y todavía allí, al paso, la torda de la minifalda y las pulseras obsequió con un «hasta luengo». Como si hubiéramos quedado para después en el bar de la esquina.