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Razone:

/ Lola tiene una serie de teorías sobre las mujeres y los hom- I bres, ¿cuáles son? ¿Está usted de acuerdo con ella o no? ¿Por qué? I

  • En esta narración se describe una serie de costumbres y ] comportamientos españoles. ¿Le ha sorprendido a usted alguno? I ¿Hay costumbres o comportamientos que se parecen a los de Rusia? ¿Cuáles son?

Julio Llamazares

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Julio Llamazares es un escritor contemporáneo español, autor de „La lluvia amarilla“, „Luna de lobos“, „Cuaderno del Duero“,

etc. Su lenguaje es aparentemente sencillo pero a la vez expresi­vo y convincente. Son libros que te hacen razonar y volver a leer­los.

El periódico „El País“, refiriéndose a J. Llamazares, J. Marsé, A. Muñoz Molina y A. Pérez-Reverte, los llama maestros del relato „cuya obra novelística, considerable en todos los casos, ha contribuido en los últimos años a la revitalización de la liter­atura en nuestra lengua“.

Mi tio mario

QJ* 1° recuerdo serio, distante, ca-

UlcIIlUI tí liado, como si estuviera perma­nentemente absorlo o enfadado con el mundo. Vivía cerca de Nápoles, en Castellammare, y trabajaba también muy cerca, en la central de Correos de Pomigliano d’Arco, pero apenas venía por casa, salvo las tardes de algún domingo, en que lle­gaba cargado de pasteles para los niños, o por las fiestas de Pascua y de fin de año. Por supuesto, siempre con tía Gigetta del brazo. Llevaban casados ya veinte años, y teman cuatro hijos, pese a lo cual nunca hablaban entre ellos. Quizá es que ya se lo habían dicho todo o que ya no tenían nada que con­tarse. En realidad, tío Mario apenas hablaba. Se limitaba a escuchar y a asentir con un gesto o a responder con una pal­abra cuando le preguntaban algo, pero la mayor parte del tiempo permanecía callado. Parecía que nada de lo que habla­ban los otros, sobre todo su mujer, le importaba realmente demasiado.

Conmigo, tío Mario hablaba poco. Mientras los demás pro­longaban la sobremesa, a veces durante horas, contando cosas de la familia o los últimos sucesos en Ñapóles, él me llevaba a la calle y paseaba conmigo hasta que aquélla se terminaba.

Alguna vez, también, me daba con su coche una vuelta por el barrio. Sabía que era lo que más me gustaba. De hecho, fue en su coche, un antiguo Fiat marrón que él cuidaba como a un hijo y en el que llegaba siempre tocando el claxon desde la esquina.

Por entonces, tío Mario tendría cincuenta años. Trabajaba en Correos desde hacía treinta y siempre vestía de traje (tra­jes de corte, de línea clásica, que se hacía siempre en el sas­tre). De joven, según mi madre, había sido muy guapo (y todavía conservaba una figura alta y unos modales elegantes) y el pelo negro rizado que volvía locas a las chicas de su época, una elegancia serena, como de señor antiguo, que se perdió con la generación de mi tío, pero que, por aquella época, era aún muy común en Ñapóles.

La generación de mi tío había sido la generación de la guerra. Hijos de los años veinte, contemporáneos del cine y de las vanguardias. Nápoles era por entonces una ciudad ensimismada en la grandeza de su historia, pero cultural­mente alejada de Europa y aun del resto del país —, tío Mario y sus compañeros crecieron con el fascismo, entre dificultades y canciones patrióticas, y cuando empezó la guerra, se alis­taron en el ejército sin saber muy bien por qué. Seguramente, porque pensaban que lo que las canciones decían era verdad.

A tío Mario lo destinaron a Grecia, a la isla de Santorini, en el mar Egeo, a un destacamento de vigilancia. Su misión era vigilar la isla y colaborar con los alemanes en el fort­alecimiento del dominio que éstos habían impuesto en esa zona del Mediterráneo; colaboración que incluía el manten­imiento del orden y la detención de cualquier persona que se oponía a los alemanes. Pero al que le detuvieron fue a él, al año de estar allí, por causas nunca explicadas — pero que yo ahora imagino —, y lo llevaron al continente, a un campo de prisioneros en la frontera con Yugoslavia. Allí estuvo cinco meses, barriendo los barracones y haciéndoles la comida a los oficiales del campo, y de allí le llevaron a Trieste, que todavía seguía ocupada. Por fin, le repatriaron a Italia cuando, tras el desembarco de las tropas aliadas en Sicilia, el Gobierno italiano cambió de bando.

r?^ 90

De vuelta a casa, cuando acabó la guerra, tío Mario, con sólo venritrés años y toda la vida por delante, trabajó un tiempo en el comercio de tejidos de su padre, en la vía Roma, y luego en una oficina, como contable, hasta que entró en Correos, donde llegaría a ser director de zona y donde per­manecería ya hasta su jubilación. Allí fue donde conoció a tía Gigetta, que por entonces era su secretaria.

Tía Gigetta era todo lo contrario. Tenía aún el pelo rubio y los enormes ojos azules que debieron de enamorar a tío Mario, pero los hijos o el tiempo la habían envejecido y, aunque era un año más joven, parecía mucho mayor que él. Tía Gigetta no era mala. Cuidaba a su marido y a sus hijos como si fueran lo único que ella tema en el mundo (posible­mente era así: cuando se casó, abandonó el trabajo, como la mayoría de las mujeres de su tiempo) y con nosotros era muy cariñosa: llamaba todos los días y estaba siempre dispuesta para ayudarnos. Lo único malo de ella era el carácter. Aunque siempre iba del brazo de tío Mario, como si fuera una prolongación de él, y parecía que éste era el que mandaba, en realidad era ella la que decidía todo lo que se hacía en su casa y aun en la nuestra. Mi padre decía siempre que, si fuera su mujer, él ya la habría matado.

Pero tío Mario era más bueno o más paciente que mi padre. Aunque nunca hablaba con ella, al menos fuera de casa, y jamás prestaba atención a las cosas que decía, la trataba con amabilidad y la acompañaba siempre a todas partes: él sentado al volante de su coche y ella al lado o cediéndole el brazo cuando iban por la calle. Rara vez iban con alguien. Sus hijos eran mayores — y algunos estudiaban ya fuera de Nápoles — y casi nunca salían con ellos como nosotros hacíamos con nuestros padres. La mayoría de los domingos que yo recuerdo, tío Mario y tía Gigetta llegaban solos y los dos solos volvían, al caer la tarde, a Castellam- mare.

Tío Mario y tía Gigetta envejecieron juntos, serenamente, sin separarse, manteniendo las viejas costumbres, aunque cada vez más solos y distanciados. Entre ellos y de sus hijos. ^ 91

Éstos se fueron casando (uno detrás de otro, siguiendo el orden de edad), y se desperdigaron por toda Italia. Sólo Alessandro, el menor, se quedó a vivir en Nápoles. Pero tam­poco lo veían mucho. Alessandro se casó con una chica de Foggia, hija de un fabricante de vinos, y aunque vivían en Nápoles (Alessandro trabajaba en el diario II Mattino), se iban todos los viernes a casa de ella, con gran disgusto de tía Gigetta y supongo que también de tío Mario, aunque éste nunca dijo nada.

Cuando tío Mario se jubiló, fue la última vez que sus hijos se juntaron. Por entonces, yo ya no vivía en Nápoles, pero mi madre me lo contó por teléfono entre orgullosa y emocionada. A tío Mario, tras casi cuarenta años de dedicación total a la empresa, que le valió llegar a ser director de zona y jubilarse con una buena pensión, Correos le hizo un homenaje y allí estaban para celebrarlo todos sus compañeros y familiares. Le dieron una medalla y una cena en el Excelsior y acabaron bailando en la discoteca, como en los viejos tiempos, aunque, según mi madre, tío Mario permaneció toda la noche senta­do. Seguramente es que estaba triste porque se jubilaba.

Desde ese día, tío Mario se dedicó a pasear por Castellam- mare y a seguir yendo cada domingo a visitar a mis padres. Aún conservaba el aspecto digno y la elegancia de sus bue­nos tiempos, pero los años le habían envejecido y llenado de tristeza la mirada. Para él, todo se había acabado: sus ami­gos ya eran viejos — y apenas si los veía —, sus compañeros de trabajo ya no le necesitaban y sus hijos se habían ido, cada uno por su lado. Aparentemente, lo único que le quedaba ya era esperar la muerte, solo o con tía Gigetta del brazo. Nadie podía imaginar, por tanto, que su vida iba a dar de pronto un giro tan importante.

2

Todo empezó, paradójicamente, cuando le descubrieron el cáncer.

Por lo visto, hacía tiempo ya que estaba mal, aunque —j normal en él — no se lo dijo a nadie. Se sentía cansado y sin

apetito y sin ganas de salir a pasear, como le gustaba hacer desde su jubilación, por la playa de Castellammare.

Fue al médico. Le recetó imas vitaminas y unas pastillas (para la depresión), pero cada vez se sentía peor. Ya ni siquiera salía de casa. Se pasaba los días sentado ante la ven­tana, con la vista perdida en el mar y el pensamiento en algu­na parte. Un día, se quedó en la cama. Era la primera vez que lo hacía en casi cuarenta años. Fue cuando tía Gigetta, alarmada, avisó a su hijo y entre los dos lo llevaron a Nápoles.

El diagnóstico fue claro: cáncer de próstata, y la previsión de futuro todavía más dramática: a tío Mario le quedaban cinco o seis meses de vida. Un año, como mucho, si la en­fermedad avanzaba despacio.

  • Lo siento — le dijo el médico, mientras tía Gigetta rompía a llorar y tío Mario se levantaba sin decir nada.

Volvieron a Castellammare. Pasaron todo el día sin hablar, tía Gigetta llorando en la cocina y tío Mario en el salón, mirando por la ventana (Alessandro se había ido: tenía una reunión y no podía aplazarla.). Por la tarde, fueron a verle mis padres. Lo encontraron igual que siempre, aunque un poco más delgado.

  • Los médicos se equivocan muchas veces — le dijo, cuando se fueron, mi padre para animarlo.

Las semanas siguientes, tío Mario permaneció sin salir de casa. Había comenzado el tratamiento y se encontraba cansa­do. Además, se le empezó a caer el pelo y eso le afectó mu­cho, aunque lo disimulaba (él, que siempre había cuidado tanto su aspecto, incluso luego de jubilado). Poco a poco, sin embargo, fue engordando. Poco. Apenas un par de kilos, pero que le sirvieron al menos para levantar el ánimo.

Un día, cuando ya había empezado a salir de nuevo, tío Mario le dijo a tía Gigetta, mientras miraban el mar senta­dos en un banco de la playa, que iba a ir a visitar a sus hermanos. A despedirse, aunque él no usó esa palabra. Aunque se carteaba con ellos y los llamaba de vez en cuan­do, a alguno, como a tío Enrico, no lo había vuelto a ver desde que murió su padre.

93 Rn

Tía Gigetta llamó al mío. Entre los dos trataron de con­vencerle para que se quedara en casa (le prometieron, inclu­so, llamarles para que vinieran a verle a él a Castellammare), pero tío Mario ya se había decidido; incluso tenía ya el bil­lete reservado para el viaje. Uno, pues pensaba hacerlo solo; era el último y quería disfrutarlo. A tía Gigetta, aquella declaración acabó de destrozarla.

El día de la partida, tío Mario pasó por casa. Tomó un café con mis padres y, luego, éstos le acompañaron a la estación y esperaron con él hasta que el tren de Roma se puso en marcha (al parecer, tía Gigetta, herida por el desplante, se había negado a acompañarle a Nápoles). Tío Mario, según mi madre, iba muy elegante. Llevaba un traje marrón y unos zapatos a juego y se cubría con un sombrero del mismo color que el traje. Para mi padre, en cambio, tío Mario parecía un personaje de Fellini con aquel traje de funcionario.

Su primer destino era Roma, donde tomaría otro tren para Pisa. Allí vivía tía Clara, que era la mayor de todos y, con mi madre, las dos únicas hermanas de tío Mario. Pero tío Mario, según me contó más tarde, se quedó dos días en Roma a visitar la ciudad y a recordar los tiempos en que venía, cada dos o tres semanas, por motivos de trabajo. Aparte de des­pedirse de sus hermanos, se había propuesto también des­pedirse a la vez de Italia.

En Pisa estuvo muy poco. Con tía Clara apenas tenía con­tacto (tía Clara se había casado cuando tío Mario tenía diez años y desde entonces no había vuelto a verla en casa) y sólo se detuvo el tiempo justo para hacerle una visita y para des­pedirse al día siguiente sin decirle nada. Le dio tanta pena de ella (tía Clara, que estaba viuda, vivía sola desde hacía años) que no quiso que supiera que jamás volvería a verle.

Con tío Vincenzo, en Arezzo, se detuvo ya más tiempo: hacía que no le veía por lo menos cinco años. Lo mismo que a tío Vittorio. Los encontró más viejos, lógicamente, pero con bastantes ánimos; y mejor acompañados que tía Clara. A ellos sí les contó lo que le pasaba. Pero al que realmente tío Ma­rio tenía ganas de ver era a tío Cario. Al contrario que tía 94 ‘RO'

Clara o que los otros, que eran bastante mayores, tío Cario y él habían crecido juntos (se sacaban sólo un año) y era, de sus siete hermanos, con el que mejor relación tenía, aparte, claro está, de con mi madre. Se llamaban cada poco y se veían de tarde en tarde.

  • ¡Viva la joya de Nápoles! — le saludó tío Cario, gri­tando, cuando tío Mario bajó del taxi que le llevó de la estación hasta su casa.

Tío Cario estaba esperándole. Tío Mario le había avisado desde Florencia, aunque no le había dicho la razón de su visi­ta ni la hora de llegada.

  • Chico, te veo muy bien. Te pareces a Marcello Mastroianni — bromeó tío Cario, riéndose, mientras le daba un abrazo.

Tío Cario estaba encantado. Hacía ya dos años que no veía a su hermano y tenía muchas cosas que contarle. Los días que estuvo allí, tío Mario apenas tuvo tiempo de sen­tarse.

  • Hoy vamos a cenar a vía Zamboni. Y mañana a comer al campo. Ya verás tú cómo se come en Bolonia. ¿O qué crees, que sólo sabéis vivir bien en Nápoles?

Tío Mario no decía nada. Se dejaba llevar y traer por su hermano, contento de volver a estar con él y complacido de verle tan encantado. Por las noches, cuando tía Mina se iba a dormir, tío Cario y él se quedaban bebiendo y charlando hasta muy tarde. Después de tanto tiempo sin verse, tenían muchas cosas que contarse. Algunas noches, también, juga­ban a las cartas. Como en los viejos tiempos, siempre perdía tío Mario. Tío Cario se reía de él. Le decía, bromeando:

  • No aprendes nada, muchacho.

Pero tío Mario seguía sin atreverse a desvelarle a su her­mano el motivo de su viaje. No quería quitarle la ilusión que su visita le había hecho y, sobre todo, no quería entristecer aquellos días que iban a ser los últimos que los dos pasarían juntos. Al menos, eso pensaba. Sólo la última noche, cuando se iba, se decidió por fin a contárselo. Tía Mina estaba en la cama.

  • Voy a morirme, Cario — le dijo —. Me queda poco tiempo, quizá meses. Tengo cáncer.

Tío Cario guardó silencio. Cogió las cartas y las dejó en la mesa y se quedó mirándole sin decir nada. Ahora sabía por fin la razón de la visita de su hermano.

  • Pero no te preocupes — sonrió tío Mario, tratando de quitarle trascendencia a sus palabras —. Cuando te mueras tú, seguiremos jugando.

Tío Cario siguió callado. Luego, encendió un cigarro y se quedó mirando cómo el humo subía hacia la lámpara. Parecía que la confesión de su hermano le había dejado mudo.

De repente, volvió a mirarle. Este seguía sentado.

  • Yo también tengo algo que contarte — le dijo —. Creo que ahora ya puedo contártelo.

3

En el compartimento del tren, camino de Milán, tío Mario iba escuchando las palabras de su hermano. Más que escucharlas, las repetía en voz baja:

  • No te ha olvidado. Aunque parece imposible, después de tantos años, no te ha olvidado.

Detrás de la ventanilla, el dulce y suave paisaje de la lla­nura de Padua se deslizaba como una sábana, pero tío Mario no veía los prados y los árboles, entre los arrozales y los pueb­los, ni las barreras del tren, que le pasaban casi rozando. Lo que tío Mario veía era el rostro de tío Cario y, tras él, el de una mujer morena, casi una niña, diluido en la distancia de los años.

Tío Mario, a ella, tampoco la había olvidado. Aunque había pasado ya tanto tiempo desde aquel día de julio en que la vio por última vez (allí: en aquella playa de Santorini en la que tantas veces se habían amado y de la que partía el barco que la llevaba hacia el continente), no había podido olvidarla. Pero nunca se lo dijo a nadie. Ni siquiera a su her­mano Cario. Se limitó a recordarla en secreto, cada vez más lejanamente, como si fuera un pecado; un pecado que moriría con él, como tantas otras cosas, sin que nadie lo supiera y sin r^r 96 RO'

que a nadie, por tanto, le hiciera daño. Al fin y al cabo — pensaba —, los recuerdos no pueden, si no se dicen, herir a nadie. Por eso, cuando su hermano le confesó que, durante todo aquel tiempo, Marcia le había seguido llamando, tío Mario se quedó helado. Ni siquiera fue capaz de preguntarle nada.

Cario era el único hermano que conocía la historia de Marcia. Se la había contado él cuando volvió de la guerra y todavía pensaba que volvería a encontrarla. De hecho, ella le había seguido escribiendo, año tras año, sin olvidarle, a cada uno de los campos de prisioneros por los que había pasado (él, por su parte, había hecho lo mismo, aunque con más prob­lemas: a veces, sus cartas se perdían o se las destruían los alemanes). Y, ahora que la guerra había acabado, pensaba ir a buscarla para casarse con ella y traerla a Italia. /Y*'¿‘-7^

Pero tío Mario no tenía el dinero para el viaje. Recién lle­gado del frente y con las dificultades económicas en que la guerra había puesto a sus padres (con los hijos prisioneros o en el frente y la pobreza asolando Nápoles), ni siquiera podía pensar en hacerlo, al menos a corto plazo. Fue cuando se puso a trabajar, primero en el comercio de sus padres (para ayu­darles a levantarlo) y luego en la oficina de la naviera, con el fin de conseguir el dinero necesario para el viaje. Mientras tanto, Marcia y él seguían escribiéndose. Prácticamente cada semana. El le contaba lo que le faltaba para ir a verla y ella le contestaba, invariablemente, que le esperaría lo que hiciera falta. Pero un día, de repente, cuando tío Mario trabajaba ya en Correos y estaba a punto de poder cumplir su sueño (por fin había comenzado a ganar un sueldo fijo), ella dejó de escribirle. Así, de pronto, sin ninguna explicación, como si se hubiera muerto.

Tío Mario esperó en vano varios meses. Cada mañana, al llegar a la oficina, miraba todas las cartas sin encontrar la suya entre las que aguardaban sobre la mesa y el desconcier­to y la angustia le iban minando. No sabía qué pasaba. El le seguía escribiendo, cada ocho días, igual que siempre (al final, lo hacía ya cada día, incluso más de una vez, como si fuera OS- 97

un náufrago pidiendo auxilio), pero ella no contestaba. Parecía como si hubiera desaparecido y las cartas que él le escribía se las tragara el Mediterráneos Porque tampoco venían devueltas, como debería ocurrir en caso de no alcanzar su des­tino. Simplemente, se perdían con el humo de los barcos. Tío Mario empezó a pensar que algo grave había pasado.

m

//

Pero no sabía qué. Si realmente a ella le hubiera ocurri­do algo, alguien se lo habría dicho, (sus padres o sus her­manos) y si, lo que también podía ser, Marcia se hubiera cansado de esperarle, lo lógico es que le habría escrito, para decírselo, al menos una última carta. Al fin y al cabo, él no la había engañado; ella sabía que tendría que esperar mien­tras él estaba reuniendo el dinero necesario para el viaje. Pero nada de eso había pasado. Ni pasó en los siguientes meses, que tío Mario vivió sólo esperando aquella carta. Pensó, incluso, en ir a Grecia a buscarla; pero en el último momento se volvió atrás, cuando ya les había pedido el dinero para el viaje a sus hermanos. De repente, tuvo miedo de des­cubrir la verdad y decidió quedarse en Nápoles y seguir esperando noticias suyas u olvidarla poco a poco, como se olvi­da un sueño del que uno se despierta de repente y sabe ya que jamás volverá a recuperarlo. Algo que nunca consiguió, a pesar de que lo intentó durante cuarenta años. Y, ahora, enci­ma, se enteraba por su hermano, al cabo de tanto tiempo, de que a ella le había pasado lo mismo: que nunca había deja­do de esperarle, que le había seguido escribiendo —aunque él jamás recibió sus cartas— y que, incluso, había llegado a pre­sentarse en Ñapóles, para reunirse con él, justo cuando tío Mario acababa de casarse.

  • La pobre venía asustada: apenas entendía tres pal­abras de italiano. Las que tú le habías enseñado, creo. Yo, no sé por qué, estaba ese día solo en la tienda. No sé dónde esta­ban los padres. Ella sólo repetía: „Mario, Mario...“, con un acento muy raro. Hasta que me enseñó una foto tuya, no supe que eras tú al que venía buscando. Entonces, me acordé de la historia de la griega que me habías contado. Como pude: chapurreando, por señas, no sé, me las arreglé para decirle 98

que no estabas, que acababas de casarte y estabas fuera de Nápoles. En vano. Porque se puso a llorar y no había forma de consolarla. Yo lo único en que pensaba era que no entrara nadie en la tienda. ¿Te imaginas si llegan a aparecer los padres? Cuando cerré, la llevé a buscar un hostal. Pagamos la habitación y la acompañé a cenar, creo que por el puerto, ya no me acuerdo bien. La pobre apenas cenó. No dejó de llo­rar en todo el rato. Yo empecé a ponerme nervioso, porque todos nos miraban. Alguno debió de pensar que le estaba haciendo algo. Cuando terminamos de cenar, la llevé a dar un paseo y la convencí volver a casa. Para animarla, le dije que iría a buscarla al hostal y que la acompañaría al barco. Y, efectivamente, fui al hostal por la mañana, pero ya se había marchado. Ni siquiera dejó una nota de despedida, ni una dirección, nada. Se fue sin decirme nada... No te lo quise decir. Acababas de casarte y pensé que no debía.

Tío Cario se había callado. Miraba fijamente a tío Mario. Este estaba completamente rígido, como helado. Ni siquiera era capaz de decir nada.

  • Lo demás ya te lo he contado. Por la guía, o como fuera, me localizó aquí, en Bolonia, y me llamó de pronto, un buen día, al cabo de muchos años. Para preguntar por ti, claro. Desde entonces, lo ha hecho muchas veces, la última estas Navidades.

Tío Mario miró a su lado. La ventanilla del tren le devolvió de golpe a la realidad y le anunció, de paso, que su viaje se estaba ya acabando. El suave y verde paisaje de la llanura había desaparecido y, en su lugar, un montón de edi­ficios y de fábricas, algunos ya iluminados (comenzaba a anochecer), enmarcaban ahora el paso del tren, que se aprox­imaba a la estación con suavidad, casi sin hacer ruido.-Tío Mario miró a lo lejos: allí estaba, al fondo, Milán, la gran cap­ital del norte en la que vivía su hermano Gino y a la que él mismo había estado a punto de emigrar, cuando terminó la guerra, como tantos otros meridionales..

El tren estaba ya entrando en la estación. Tío Mario se levantó, cogió el sombrero y el equipaje. Mientras esperaba

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para bajar al andén en el que le esperaban ya tío Gino y su mujer, recordó las últimas palabras de tío Cario:

  • En fin. Las cosas fueron así y ya no puedes cambiar­las.

4

La estancia milanesa de tío Mario fue muy distinta a la de los días que pasó en Bolonia, en casa de tío Cario. Verdad que tío Gino y su familia se alegraron de verle y se esforzaron por hacérsela agradable {de hecho, fueron todos muy car­iñosos con él, desde tía Laura hasta el último sobrino, y tío Gino, que todavía estaba trabajando, pidió permiso en la fábrica para poder dedicarle más tiempo), pero tío Mario tenía la cabeza en otra parte. La confesión de tío Cario, en Bolonia, le había dejado tan aturdido como la de los médicos cuando le descubrieron el cáncer.

Tío Gino, como tío Cario, estaba, por su parte, feliz con su visita. Feliz y preocupado. Como vivía más lejos, veía menos a sus hermanos (a tío Mario, en concreto, más de diez años), pero ya conocía —por tío Vittorio— lo que le sucedía a su hermano. Tío Gino no sabía qué hacer para complacerle. Le enseñó la ciudad y los alrededores, le llevó a conocer todos los sitios, desde la Scala al estadio de San Siró (aunque tío Mario, napolitano, era hincha del Inter, mientras que tío Gino el del Nápoles), le presentó a sus amigos, organizó varias cenas y comidas con los hermanos y parientes de tía Laura e, incluso, le llevó a conocer la fábrica en la que trabajaba desde hacía años. Era una fábrica inmensa, en las afueras de la ciudad. Producía tractores y maquinaria agrícola y ocupa­ba a más de dos mil personas, la mayoría, como tío Gino, in­migrantes del sur de Italia. Tío Gino era uno de los muchos encargados.

  • Es mi hermano — decía con orgullo, presentándole a sus compañeros mientras recorrían la fábrica.

Tío Mario se lo agradecía, y se esforzaba él también por complacer a su hermano, acompañándole a todos los sitios y aparentando interés por todo lo que éste le enseñaba pero se

sentía solo y ajeno a lo que veía y, por primera vez en todo aquel tiempo, con ganas de volver a casa; no para estar junto con tía Gigetta (francamente dicho, no la echaba de menos y ni siquiera le llamó), sino porque allí se sentía un extraño. Milán le parecía una ciudad muy triste (quizá porque él lo estaba) con sus edificios grises y sus fábricas inmensas, los milaneses le parecían muy arrogantes y los amigos y parientes de tío Gino, incluido éste, le producían una pena extraña. Todos eran del sur, de ciudades y pueblos pobres, todos tra­bajaban en alguna fábrica de aquéllas, ajusfando tomillos o fabricando plásticos, todos tenían familias que ya no eran de ningún lado y todos vivían con ellas en alguno de aquellos edi­ficios grises, sin más amigos que sus parientes y compañeros y sin apenas contacto con los vecinos de una ciudad que, aun­que les había acogido y dado trabajo, en el fondo los despre­ciaba. Un día, paseando por via Carducci, tío Mario vio un cartel en un muro que decía:, El sur es Africa Se quedó un rato mirándolo. Tío Gino, sin embargo, ni siquiera se fijó en él. Estaba ya harto de verlos, le dijo, incluso más insultantes.

  • ¿Y dejáis que os llamen africanos? — le preguntó tío Mario, extrañado, mientras seguían andando.

Tío Gino se encogió de hombros. Le contestó simplemente:

  • Ya estamos acostumbrados.

Pero lo que de verdad ensombrecía la estancia milanesa de tío Mario no era Milán, ni los amigos y parientes de tío Gino, ni siquiera el recuerdo del cangrejo (siempre se lo imag­inaba así) que le comía por dentro y que, mientras él iba de un lado a otro, se suponía que iría avanzando. Lo que ensombrecía a tío Mario, aparte de la niebla y del humo de las fábricas, era el recuerdo de Marcia, que le seguía allí donde iba y que a veces le asaltaba en plena noche mientras dormía en la habitación que sus sobrinos le habían dejado libre. Un recuerdo que llegaba acompañado normalmente del oleaje y la luz del mar y de las palabras repetidas e insis­tentes de tío Cario:

  • No te ha olvidado. Aunque parece imposible, después de tantos años, no te ha olvidado.

101 ‘Ro

Una noche, tío Mario se levantó y se asomó a la ventana. Llevaba varias horas en la cama, pero, por más que quería, no podía conciliar el sueño. Las palabras de tío Cario volvían una y otra vez a su cabeza y la imagen de Marcia se engrandecía, como en los sueños, a medida que la noche iba pasando. Afuera, la calle estaba desierta, iluminada sólo a lo lejos por los semáforos y por los focos de algún coche que pasaba, sin meter ruido, de cuando en cuando. Supuso que sería alguno que volvía de divertirse o que, al contrario, se dirigía ya a su trabajo. El reloj marcaba ya las cinco de la mañana.

Tío Mario volvió a la cama. Intentó de nuevo dormirse, pero se había desvelado del todo y permaneció ya así, con los ojos abiertos, hasta que amaneció, viendo la imagen de Marcia. Fue cuando decidió dar el paso que cambiaría su vida completamente.

Por la mañana, desde la cabina de abajo, llamó a Bolonia, a tío Cario. Tía Laura estaba preparando la comida y tío Gino estaba duchándose. Ese día se iban a Saló, a ver el lago de Garda.

La voz de tío Cario soiió muy cerca, como siempre famil­iar y campechana.

  • ¿Qué tal, chico? ¿Cómo te tratan los „polentones“?

Se refería a los milaneses, pero también, por extensión, a la familia de tío Gino y de tía Laura. Para tío Cario eran polentones, esto es, comedores de polenta y, en el lenguaje del sur, medio tontos, todos los que vivían de Bolonia para arriba, incluidos los inmigrantes.

  • Bien, bien — le respondió tío Mario.

  • ¿Y Gino? ¿Cómo está?

  • Bien. Bien también — volvió a decirle tío Mario.

Tío Cario empezó a hablar, como de costumbre, pero tío Mario le cortó para ir directo al grano:

  • Cario. Te llamo para pedirte el teléfono de Marcia. ¿Lo tienes?

Al otro lado de la línea telefónica, tío Cario enmudeció un instante. No esperaba la pregunta de su hermano.

  • ¿Para qué lo quieres? — le preguntó, ya en tono mucho más serio, al cabo de unos segundos, aunque era obvio que la pregunta sobraba.

  • Para llamarle — le respondió tío Mario.

Tío Cario volvió a quedarse callado. Tío Mario oyó luego una serie de ruidos, parecía que tío Cario estuvo buscando algo, y al cabo de unos instantes volvió a escucharle:

  • ¿Tienes un lápiz para apuntar?

  • Sí — respondió tío Mario. Tío Cario le dijo un número y tío Mario lo apuntó en una libreta. Luego, se despidió de su hermano dándole recuerdos para tía Mina y prometiéndole que le llamaría para contarle su conversación con Marcia.

  • Supongo que es ese número — dijo aún tío Cario —. Me lo dio la primera vez que llamó, pero yo nunca he llama­do.

  • En seguida lo sabré — dijo tío Mario. Y, sin colgar el teléfono, marcó el número que su hermano acababa de darle.

5

Tardó un rato en contestar. El teléfono comenzó a hacer ruidos extraños y luego permaneció un instante mudo antes de dar la señal de llamada. Sonaba débil y muy lejana y, co­mo tardaron tanto en cogerlo, tío Mario empezó a temer que el teléfono ya hubiera cambiado. Pero era aquél. Lo cogió ella en persona y, aunque desde la última vez que había oído su voz habían pasado ya muchos años — cuarenta, pensó tío Mario —, en seguida la reconoció. Era su misma voz de entonces, aunque un poco más abajada. La conversación fue un tanto fría, sin embargo. Tío Mario estaba nervioso y ella se había quedado tan sorprendida que apenas podía articular palabra. Además, tío Mario había olvidado ya el poco griego que había aprendido en la guerra y a ella le sucedía lo mismo con su italiano. Lo único que logró decir perfectamente, cuan­do ya se despedían, fue aquella frase que siempre le decía cuando eran jóvenes y que, ahora, a tío Mario le conmovió hasta la médula: — ¡Ciao, bello!

  • ¡Ciao! — dijo él, sin atreverse a añadir nada.

Tío Mario colgó el teléfono y se quedó mirando la calle. Estaba como atontado. Había estado hablando con Marcia cerca de cinco minutos (los que le permitieron las monedas que tenía), pero se le habían pasado tan rápido que ni siquiera se había dado cuenta. Entre eso y la dificultad para entenderse, apenas le dio tiempo a preguntarle cómo estaba, pero colgó sin saber si se había casado, ni si terna también hijos como él, ni si seguía, en fin, viviendo en Santorini, en aquella casa blanca de la playa. Tío Mario se dio cuenta de repente de que, en realidad, no habían hablado de nada.

Durante todo el día, al lado del tío Gino y su familia, tío Mario no hacía más que darle vueltas a la conversación que había tenido con Marcia. Los demás estaban felices. Hacía tiempo que no se veían y no hacían más que hablar y gas­tarse bromas, encantados de volver a pasar un día juntos. Luego, estuvieron bañándose y, después, comieron en la oril­la la comida que tía Laura y su cuñada habían preparado esa mañana. Tío Mario les oía hablar y gritar mientras comían, pero él apenas participaba. El tenía, como siempre, la cabeza en otra parte. Pensaba en Marcia y en tía Gigetta y en los años que había desaprovechado.

Por la noche volvió a llamar a Marcia. La mujer volvió a sorprenderse, pero esta vez hablaron ya más tranquilos. Se contaron todo lo que no se habían contado por la mañana y tío Mario quedó en llamarla otro día para seguir hablando.

Le llamó al día siguiente, desde Suiza, donde vivía tío Enrico y a donde tío Mario viajó a continuación después de despedirse de tío Gino y su familia, y así supieron uno del otro lo que la vida les había deparado. Ella sabía ya cosas de él (por sus conversaciones con tío Cario), pero tío Mario ignor­aba todo de ella, a excepción de la vieja historia de Nápoles que Cario le había contado en Bolonia.

Marcia se había casado. Había tenido un hijo y seguía viviendo en Sancorini, de donde nunca había salido, salvo cuando fue a buscarle a él a Nápoles. Pero estaba divorcia­da. Se había separado a los dos años de casarse (con un mari­nero griego que se marchó de la isla en cuanto se separaron) 05^ 104 RO y, desde entonces, vivía sola en Santorini, en aquella casa blanca de la playa. El hijo estaba en Atenas. Como la may­oría de los jóvenes de la isla, Cambien él había emigrado.

  • ¿Sabes cómo se llama? — le preguntó Marcia en griego para repetirle después la pregunta en italiano.

  • ¿Quién?

  • Mi hijo.

  • Como su padre, supongo —dijo tío Mario.

  • No — dijo ella —. Como tú: Mario. Tío Mario calló un instante. La confesión de Marcia le había desconcertado y le había hecho entender hasta qué punto Marcia le había queri­do. No sólo había ido a buscarle, y había seguido llamándo­le — aunque él nunca lo sabía —, sino que incluso le había dado su nombre al hijo que había tenido. Y él sabía lo que un hijo significaba para una madre.

  • No tuve mas — dijo Marcia —. Cuando él nació, su padre y yo ya estábamos separados.

  • ¿Por qué? — preguntó tío Mario, imaginando que el padre, que era marino, se había ido un buen día y no había vuelto a buscarla.

  • Porque yo seguía pensando en ti — dijo ella —. Y eso ningún hombre lo aguanta.

Tío Mario no respondió. Se quedó tan desconcertado que apenas acertó a despedirse de ella y a prometerle que volvería a llamar. Luego, colgó el teléfono y regresó muy serio a la mesa donde tío Enrico estaba esperándole.

Tío Enrico no notó nada. Hacía tanto tiempo que no veía a su hermano que ya casi no sabía cómo era su carácter. Tío Enrico ya ni sabía cómo era físicamente tío Mario. La última vez que se vieron fue cuando murió su padre.

Tío Enrico era un hombre extraño. Con apenas veinte años, había emigrado a Suiza y, desde entonces, práctica­mente no había vuelto nunca a Italia. Se había casado dos veces, la primera con una suiza y la segunda con una alem­ana, y sus hijos no sabían ya siquiera hablar italiano. Tío Enrico tenía su restaurante a cuya mesa tío Mario estaba ahora sentado.

^ 105 ^

  • Invertí aquí todos mis ahorros — dijo tío Enrico, orgul­loso —. El trabajo de muchos años.

  • Está muy bien — le halagó tío Mario.

  • Sí. Lo malo es que ya soy viejo — dijo tío Enrico y los hijos no quieren trabajar con eso.

Pero tío Mario no le escuchaba. Aunque tío Enrico seguía hablándole, preguntándole por la familia y por los viejos ami­gos de Nápoles (la mayoría de los cuales ya habían muerto o tío Mario les había perdido de la vista), éste seguía oyendo a Marcia. Lo último que le dijo se le había quedado grabado.

Tío Mario se quedó solamente un día en Suiza. Aunque hacía mucho que no veía a tío Enrico, y aunque posiblemente iba a ser la última vez que se vieron, tío Mario cambió de planes (pensaba estar varios días) y aquella misma noche llamó a tía Gigetta a Italia. Era la segunda vez que lo hacía desde que salió de viaje. La primera había sido desde Bolonia, desde casa de tío Cario.

  • Tardaré aún unos días en ir — le dijo, sin contarle siquiera dónde estaba.

  • Por mi, como si no vuelves nunca — le contestó tía Gigetta, muy seca, colgándole el teléfono antes de que él pudo decirle nada.

6

Pero volvió. Al cabo de una semana. Abrió la puerta y entró en su casa como si acabara de llegar de Nápoles. Estaba, sí, más moreno y parecía que había engordado algo.

Tía Gigetta le oyó entrar, pero no fue a saludarle. Estaba en la cocina y allí siguió, haciendo como que cocinaba algo. La mujer seguía aún muy enfadada.

Tío Mario tampoco hizo nada por contentarla. Al revés: dejó sus cosas en la habitación y, después, volvió a salir de casa. Desde la ventana de la cocina, tía Gigetta le vio irse y alejarse, como siempre, en dirección a la playa. Atardecía y la mujer sintió, sin saber por qué, que pasaba algo. Esa noche la pasaron sin hablarse. Cenaron en silencio y, después, se fueron a dormir, como desde hacía ya años, en camas sepa­ré 106 radas. Mientras fingían dormir, con la luz apagada, cada uno de ellos pensaba en el otro y en los días que habían estado solos; ella esperándole en casa y él recorriendo Italia, visi­tando a sus hermanos. Al menos, eso creía tía Gigetta, aque­lla noche, en la cama, sin saber que tío Maifio acababa en real­idad de llegar de Grecia, de ver a Marcia.

Había ido allí desde Zúrich, en avión hasta Atenas y, desde allí, a San«!orini en barco. A tío Enrico le había dicho que regresaba de nuevo a Italia. Llegó hacia el amanecer, después de toda una noche de travesía — que tío Mario pasó en cubierta contemplando el mar Egeo — y, cuando divisó la isla a lo lejos, sintió que retrocedía en el tiempo más de cuarenta años. A esa hora había llegado también entonces, aunque en un barco de guerra lleno de marineros y de sol­dados.

Desde la cubierta del barco, mientras se aproximaban al puerto, observó ya, sin embargo, que la isla había cambiado mucho. El pequeño puerto pesquero que él conocía entonces estaba lleno de yates y, en lugar de las casas blancas, que él seguía recordando, había ahora grandes hoteles y edificios de ocho y diez plantas. Ciertamente, Santorini había cambiado mucho en aquellos cuarenta años.

En el puerto, a aquella hora, apenas esperaba nadie. Los pescadores ya habían salido a la mar y los turistas debían de estar durmiendo la borrachera de la noche antes. Solamente esperaban el barco los empleados de la compañía naviera y algún familiar de los que llegaban. Pero a tío Mano no le esperaba nadie. Venía por sorpresa, sin avisar a Marcia.

Con el equipaje a cuestas, cruzó el puerto y se dirigió hacia su casa. Recordaba el camino perfectamente, pero tardó en orientarse. Los hoteles y los edificios nuevos habían cam­biado el paisaje y la configuración de las nuevas calles Cam­bien le desorientaba. Por los años de la guerra, cuando él estuvo allí, Santorini era apenas un pueblo y ahora era una ciudad turística llena de bares y restaurantes.

Pero la casa de Marcia seguía exactamente igual que entonces. La encontró al final de una calle, en la playa ante ^ 107

la que se levantaba, en aquel tiempo prácticamente sola, pero ahora ya rodeada de otras casas. Aunque todavía seguía teniendo las ventanas y la puerta pintadas de azul y la parra dando sombra a la fachada.

Esperó un rato antes de llamar. Se sentó en un banco de la playa y estuvo mirando el mar y espiando la casa desde lejos hasta que vio que se abría una de las ventanas. Era ella. Se le quedó mirando un instante antes de volver adentro, aunque, evidentemente, no le reconoció. Habían pasado ya muchos años y, además, no le esperaba.

Tío Mario sí la reconoció. Aunque para él también había pasado el tiempo, y aunque estaba un poco lejos de la casa, él en seguida reconoció a la mujer a la que tanto amó un día y por la que había vuelto a la isla al cabo de tantos años. Le pareció que estaba igual que entonces — quizás un poco más vieja —, pero, cuando la vio de cerca, se dio cuenta de que, para ella, los años también habían pasado. Tenía la cara triste y el pelo blanco y los ojos y la boca muy cansados. Se le quedó mirando desde la puerta, como si estuviera viendo un fantasma. Y lo era, ciertamente. Igual que, para él, la mu­jer denotaba ya en su rostro el paso de tantos años, para ella, tío Mario debía de ser también una sombra del pasado. Aunque seguía teniendo el pelo negro y rizado que un día la enamoró y la mirada profunda que se clavaba en la suya mientras hacían el amor entre los tojos del monte o — de noche — en la arena de la playa. Pero, entonces, los dos eran muy jóvenes y la vida todavía no les había marcado.

La semana que tío Mario estuvo en Santorini la pasaron hablando de aquellos años. El lugar había cambiado mucho y la gente de entonces ya no estaba (entre otros, los padres de Marcia), pero ellos recorrían la isla como entonces, recordan­do los sitios en los que habían estado. Por el día, subían al monte, a contemplar la isla desde lo alto y, por la tarde, se sentaban en la playa, como dos turistas más, a esperar la llegada de los barcos. Tío Mario se había instalado en un hotel (para evitar comentarios), pero, en cuanto se levantaba, iba a su casa a buscarla.

Un día, mientras cenaban en un bar del puerto, tío Mario se decidió a proponérselo. Ella sabía ya que estaba casado y que tema una enfermedad muy grave (se lo contó el primer día), pero él no pretendía que le cuidaran. Lo único que él quería era estar con ella el tiempo restante. La vida ya les había robado bastante como para desaprovechar también el poco tiempo que le quedaba.

Marcia no supo qué responderle. Aunque también desea­ba prolongar a máximo estos días y temía el momento, cada vez más próximo, del regreso de Mario a Italia, le parecía muy tarde para comenzar de nuevo. Quizá fuera mejor dejar las cosas como estaban. Quizá fuera mejor para cada uno volver a su vida, él con su mujer y con sus hijos y ella sola, a seguir mirando el mar desde la casa de la playa, y recor­dar aquellos días como un sueño; uno más de los muchos que la vida les había deparado.

Pero tío Mario no le hizo caso. Aunque Marcia se resistía, más por él y su mujer que por ella y por su hijo (al fín y al cabo, éste vivía en Atenas y apenas venía a visitarla nunca), tío Mario acabó convenciéndola aceptar vivir con él el tiempo que les quedaba. No mucho, pues a él le habían dicho los médicos que ya no viviría más de un año.

  • ¿Y dónde? — preguntó ella —, temiendo que quisiera llevarla a Italia.

  • Aquí — dijo él —. ¿Conoces algún sitio mejor que éste?

Evidentemente, no. Evidentemente, el mejor sitio para

vivir y morir era aquella hermosa isla (la isla del tesoro, como la llamó un día tío Mario) donde ella había nacido y había pasado su vida y donde los dos se conocieron cuando la guer­ra llegó al Mediterráneo.

Pero, antes, tío Mario debía aún volver a Italia. Quería ir a despedirse de su mujer (una decisión así no se la iba a comunicar por teléfono) y para resolver, de paso, la duda que tema desde que habló con tío Cario: ¿a dónde habían ido las cartas que Marcia siguió escribiéndole y que él nunca llegó a recibir, pese a que trabajaba entonces en la central de Correos de Nápoles?

^ 109 ¿Rn

En eso pensaba tío Mario, aquella noche, en su cama, mientras, en la de al lado, tía Gigetta no conseguía dormir sabiendo que algo pasaba.

7

  • Las rompí yo — le confesó tía Gigetta, cuando tío Mario la preguntó al día siguiente, después de decirle que se lo había contado tío Cario.

No le dijo que había estado con Marcia. Simplemente que tío Cario le había dicho que ésta le había seguido escribien­do durante años. Tía Gigetta se quedó desconcertada. Sabía ya que algo pasaba (porque se olía en el aire) pero lo que menos podía pensar era que apareciera la griega que había sido su rival hacía ya cuarenta años.

  • ¿Y por qué lo sabe Cario? — le preguntó tía Gigetta, entre confusa y avergonzada.

  • Porque se lo dijo ella — le respondió tío Mario.

  • ¿Ella?

  • Sí, ella — dijo tío Mario, muy serio —. Al parecer, le ha seguido llamando de vez en cuando.

Tía Gigetta no salía de su asombro. Cuando pensaba ya que la griega estaba enterrada debajo de un montón de tiem­po y a miles de kilómetros de distancia, de nuevo reaparecía como un fantasma. Y lo peor es que parecía que a su mari­do seguía importándole.

  • Las rompí yo — le dijo — aprovechando que entonces era tu secretaria, ¿te acuerdas? Pero creo que eso ya no tiene importancia.

  • Depende — dijo tío Mario.

  • ¿Depende? — le preguntó tía Gigetta, extrañada.

Tío Mario no respondió. Se levantó de la silla y fue hasta la cocina, a buscar un vaso de agua. Luego, volvió a sentarse.

  • Yo estaba enamorada de ti —le confesó tía Gigetta, casi llorando —. Y tenía que soportar cada día ver cómo le escribías y, además, tener que darte sus cartas. Comprende­rás que no era muy agradable. Así que un día decidí romper­las, una tras otra, según iban llegando, para hacerte pensar

que ella te había olvidado. Al fin y al cabo, tú mismo sabes que eso iba a ocurrir tarde o temprano. No hay amor que resista la distancia.

Tía Gigetta hizo un alto en su relato. Miró a tío Mario, que la escuchaba muy serio, como si él estuviera también a miles de kilómetros de distancia.

  • Pero no sé a qué viene ahora hablar de ello — con­cluyó tía Gigetta, levantándose también a beber agua.

Tío Mario no dijo nada. Esperó y, cuando ella se sentó de nuevo, le dijo, mirándole fijamente a los ojos:

  • Acabo de estar con ella.

  • ¿Con quién? — preguntó tía Gigetta, cada vez más desconcertada.

  • Con Marcia.

  • ¿Con Marcia...? ¿Quién es Marcia?

  • La griega, como tú la llamas.

Tía Gigetta se quedó helada. Ya no sabía siquiera de quién estaban hablando. Lo que empezó hacía ya un rato con una simple pregunta se estaba convirtiendo poco a poco en una extraña amenaza.

  • ¿Dónde? — acertó aún a preguntarle, sin embargo.

  • En Grecia — dijo tío Mario.

  • ¡¿En Grecia?! ¿De verdad has estado en Grecia? — repitió tía Gigetta, titubeando.

  • Hasta ayer — dijo tío Mario. Le contó el viaje. Desde que salió de casa hasta que regresó a Nápoles. Veinte días con sus noches, incluyendo la semana que pasó en Grecia con Marcia. Lo hizo tratando de no herirla, pero sin ocultarle ningún detalle.

Tía Gigetta estaba llorando. En cuanto tío Mario empezó a contarle, ella rompió a llorar y ya no pudo dejar de hacer­

lo en todo el rato. Al final, ya apenas le escuchaba.

  • Ahora ya sabes por qué he tardado tanto — concluyó éste cuando acabó su relato.

Tía Gigetta se secó las lágrimas. Estaba tan asustada que apenas podía ya contenerse ni mirar a tío Mario a la cara.

Este, en cambio, la seguía mirando fijamente.

111

  • ¿Y qué piensas hacer ahora? — le preguntó tía Gigetta, temblando, cuando por fin consiguió secarse las lágrimas.

  • Marcharme — le respondió tío Mario.

Y, antes de que tía Gigetta pudo decirle nada, se levan­tó de su sitio y salió de casa.

Lo que pasó a continuación es fácil imaginarlo. A mí me lo contó mi madre, primero, y, luego, el propio tío Mario, cuan­do fui a visitarle a Grecia las pasadas vacaciones de verano. Yo era el primero que le iba a ver desde que se fue de casa.

Al parecer, tía Gigetta llamó primero a mi madre, luego a sus hijos y, finalmente, a tío Cario. Pedía convencerle a Mario de no hacer la locura que pensaba.

Ninguno consiguió nada. Tío Mario estaba ya decidido y ni siquiera el cáncer podía pararle. Pronto se vio que ni tía Gigetta ni sus hijos — que en seguida tomaron partido por su madre — eran capaces de convencer a su padre. Hasta el médico intervino para hacerle quedarse en casa.

Pero fue inútil. Todos los intentos resultaron vanos. Tío Mario decía que se iba, y se marchaba.

Se fue un día temprano sin despedirse de nadie. Solamente de mi madre. Le llamó desde el puerto, antes de coger el barco, y le encargó cuidar de tía Gigetta y llamarle de vez en cuando para contar cómo estaban sus hijos y sus hermanos (sabía que, salvo ella y tío Cario, todos habían tomado partido por tía Gigetta y que ninguno volvería a diri­girle la palabra). Ni siquiera se llevó nada. Sólo la ropa que tenía puesta y, eso sí, el viejo Fiat destartalado en el que yo viajé por primera vez por el barrio, y en el que me llevó a recorrer la isla cuando fui a visitarle este verano.

Final

Esta historia, que es cierta, aún no ha acabado. Tío Mario sigue viviendo en Grecia con Marcia y de vez en cuando escribe y le manda postales y fotos a mi madre; las últimas, en la playa comiendo con unos amigos y bailando un sirtaki con Marcia. Los médicos le habían dicho que le quedaban meses de vida y de eso hace ya unos años. rf^r 112

  1. expresiones: como si estuviera — как будто бы он был... salvo — за исключением, кроме

tendría cincuenta anos — ему было, примерно, лет пятьдесят; como si fueran — как будто бы они были... para que vinieran — чтобы они приехали a la vez — заодно

no quiso que supiera que jamás volvería — он не захотел, чтобы она знала, что больше никогда его не увидит cuando te mueras — когда ты умрешь... sin que nadie lo supiera — чтобы никто этого не знал... al fin у al cabo — в конечном счете lo que hiciera falta — сколько понадобится Si realmente a ella le hubiera ocurrido algo, alguien se lo habría dicho — Если бы с ней в самом деле что-то случилось, то кто-нибудь ему об этом сказал бы me las arreglé para decirle — я кое-как сумел сказать ей... haciendo como que cocinaba algo — делая вид, будто что-то готовит на кухне él no pretendía que le cuidaran — он не хотел, чтобы о нем заботились

Quizá fuera mejor dejar las cosas como estaban — Пожалуй, было лучше оставить всё, как было lo que menos podía pensar era que apareciera la griega —

о чем она меньше всего могла думать, так это о том, что появится гречанка no hay amor que resista la distancia — нет любви, способной противостоять разлуке

rizado — волнистый, вьющий­ся

modales, ademanes — мане­ры, жесты ejército — армия jubilación — пенсия 113

Ь) palabras:

callado — молчаливый enfadado, furioso — серди­тый, злой

apenas — едва, еле-еле asentir — соглашаться suceso — событие

mayoría — большинство volante — руль desperdigarse — разъезжать­ся, разлетаться quejarse — жаловаться aparentemente — внешне giro — поворот avisar — уведомить despacio — медленно aplazar — отложить, отсро­чить

disimular — скрывать engordar — поправиться (стать полнее) despedirse — прощаться funcionario — чиновник camino de — по дороге llanura — равнина deslizar(-se) — скользить, со­скальзывать rozar — касаться herir — ранить prisionero — пленный, заклю­ченный

a corto plazo — на короткий срок mientras tanto — между тем aguardar — ждать, поджидать angustia — тоска náufrago — терпящий круше­ние

suavidad — мягкость, лег­кость

de hecho — в самом деле aturdir — ошеломить, оглу­шить

suceder — происходить, слу­чаться

al revés — напротив, наоборот despreciar — презирать cartel — афиша, плакат insultante — оскорбительный encogerse de hombros — по­жать плечами cangrejo — рак (речной) niebla — туман al cabo — через (о времени) enterarse — узнать, выяснить contemplar — созерцать avergonzarse — стыдиться lágrima — слеза

TRABAJO CON EL TEXTO:

I

Cuente lo que recuerda de:

  • tío Mario, de joven

  • tío Mario durante la guerra

  • qué trabajos tuvo tío Mario después de la guerra

  • los hijos de tío Mario y tía Gigetta

  • los viajes de tío Mario a ver a sus hermanos

  • las llamadas telefónicas a Marcia

  • la historia de vida de Marcia

  • el viaje a Grecia y el regreso a Italia

  • la marcha definitiva a Grecia

II

Ordene estos acontecimientos (hechos) según su cronología real:

  • el trabajo en Correos

  • el servicio en el ejército

  • el trabajo de contable

  • el diagnóstico: cáncer

y el trabajo en el comercio de tejidos

  • la jubilación

  • el casamiento con Gigetta

  • las visitas a los hermanos

  • la llegada inesperada de Marcia a Italia y su encuentro con Cario

  • las llamadas telefónicas a Marcia

  • la marcha definitiva a Grecia

  • Cario cuenta la visita de Marcia

  • el viaje semanal a Grecia

III

Diga si es verdadero o falso:

  • Mario es español

  • Mario, de joven, no fue atractivo

  • Mario era un hombre de pocas palabras, pero sí hablaba bas­tante con su mujer

  • Mario fue alistado en el ejército contra su voluntad

  • Mario se casó en cuanto volvió de la guerra

  • Mario no pudo ir a Grecia ( a casarse con Marcia) por falta de dinero

  • Gigetta era secretaria de Mario y éste se casó con ella enam­orado de sus enormes ojos verdes

  • Mario estuvo contento con poder jubilarse

  • Al enterarse del cáncer, Mario decidió ir a ver a sus hermanos para despedirse de ellos y de Italia

  • Gigetta no fue a despedirse de Mario a la estación

  • Era a Gino a quien Mario quería ver más que a sus otros

hermanos

  • Al volver de Grecia Mario no le contó nada a nadie

  • Mario volvió de Grecia a Nápoles únicamente para comunicarle a Gigetta de su salida definitiva

  • A Mario no le sorprendió el hecho de que Gigetta rompiera sus cartas

  • Gigetta intentó impedir la partida de Mario a Grecia

  • Mario y Marcia estuvieron separados 40 años.

IV

Razone:

  1. ¿Por qué Mario, igual que muchos otros jóvenes italianos, se

alistó de voluntario en el ejército?

  1. ¿Por qué Mario y Gigetta vivían cada vez más distanciados pero

juntos?

  1. ¿Podría Vd. justificar a Gigetta que rompía las cartas destinadas

a Mario?

  1. ¿Cómo es posible que Mario, con tanto anhelo de ver a

Marcia, desistiera (отказался) del viaje a Grecia en el último momento?

  1. ¿Por qué Mario no habló a ninguno de sus hermanos, salvo a

Cario, sobre su enfermedad?

  1. ¿Por qué Mario guardó en secreto (excepto con Cario) su histo­

ria de amor con la griega?

  1. ¿Por qué Mario decidió ir a ver a Marcia después de tantos años?

  2. ¿Por qué sus parientes, salvo una persona, resultaron inca­

paces de comprender la decisión de Mario de partir a Grecia?

  1. ¿Qué es, a su modo de ver, la marcha de Mario a Grecia:

un acto de desesperación (provocada por la enfermadad), una imposibilidad moral de seguir viviendo al lado de Gigetta, una nostalgia añeja (многолетняя) de Marcia? j. ¿Qué piensa Vd. sobre el estilo literario de esta novela? k. ¿Es complicado o fácil el lenguaje de Llamazares? ¿Cómo está entrelazado el lenguaje de autor con el contenido de su nar­ración?

  1. ¿Qué sentimiento le causa a Vd. esta novela: optimista o pes­imista?

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