- •Invocado para bendecir la tierra ya lista para la siembra.»
- •Vamos a hacer!»
- •Veían como pequeños montecillos y sus caderas todavía no estaban bien formadas, pero
- •Iluminada hasta el amanecer. Sin embargo, no veía realmente lo que estaba sucediendo
- •Violar a las mujeres adultas y aun a dos o tres abuelas que habían hecho el viaje. Los
- •Inhalar, sólo para poder vivir un poquito más.
El crepúsculo caía cuando llegamos al río, a la orilla opuesta de Yanquitlan. No parecía que hubieran trabajado mucho durante nuestra ausencia; aun utilizando mi topacio sólo pude ver unas cuantas cabanas construidas en donde iba a quedar la aldea. Pero en cambio estaban celebrando nuevamente algo y muchos fuegos ardían altos y brillantes, aunque la noche todavía no cerraba. No empezamos a vadear inmediatamente el río, sino que nos detuvimos para escuchar los gritos y las risas que provenían del otro lado de las aguas, pues era la primera vez que oíamos un verdadero sonido de alegría, viniendo de ese grupo de rústicos. Entonces un hombre, uno de los viejos agricultores, surgió inesperadamente de las aguas del río, delante de nosotros. Vio nuestra tropa
parada allí y vino hacia nosotros chapoteando, y saludándome respetuosamente dijo: «¡Mixpantzinco! En su augusta presencia Campeón Águila, y sea bienvenido de regreso. Temíamos que usted se perdiera toda la ceremonia.»
«¿Qué ceremonia? —pregunté —. No conozco ninguna ceremonia en que a los
participantes se les permita ir a nadar.»
Se rió y dijo: «Oh, ésa fue una idea mía. Me sentía tan caliente por estar danzando y tomando parte de la fiesta, que deseé refrescarme un poco. Pero ya me han bendecido con el hueso.»
No pude ni hablar, y él debió de tomar mi mutismo por incomprensión, pues me explicó: «Usted mismo les dijo a los sacerdotes que hicieran todas aquellas cosas que
los dioses requerían. De seguro que usted se dio cuenta de que el mes de Tlacaxipe
Ualiztli ya había pasado cuando usted nos dejó y el dios todavía no había sido
Invocado para bendecir la tierra ya lista para la siembra.»
«No», dije o más bien grazné. No le estaba desmintiendo, sabía la fecha. Solamente
estaba tratando de rechazar el pensamiento que hizo que mi corazón se sintiera
agarrado por un fuerte puño. El hombre continuó, como si se sintiera muy orgulloso de
ser el primero en decírmelo:
«Algunos querían esperar hasta que usted regresara, Campeón Águila, pero los
sacerdotes se dieron prisa en terminar todas las preparaciones y las actividades
preliminares. Usted sabe que no tenemos con qué festejar a la persona escogida, ni
tenemos los instrumentos adecuados para la música, pero cantamos muy fuerte y
quemamos mucho copali. También, como no teníamos ningún templo para copular,
como lo requiere la ceremonia, los sacerdotes santificaron un pedazo de hierba suave
que estaba rodeado por unos arbustos, y no faltaron voluntarios, muchos de ellos lo
hicieron muchas veces. Ya que todos estuvimos de acuerdo de que debíamos de honrar
a nuestro campeón, aun en su ausencia, todos escogimos por unanimidad a la que
representaría al dios. Y ahora usted ha llegado a tiempo para ver al dios representado
por...»
Él dejó de hablar abruptamente, porque yo había balanceado
mi maquáhuitl dejándola caer sobre su cuello, clavándola limpiamente en el hueso de
atrás. Beu dio un grito corto y los guerreros que estaban atrás de ella, estiraron mucho
sus cuellos y abrieron mucho los ojos. El hombre se tambaleó por un momento, mirándome
perplejo cabeceó, su boca se abría y cerraba silenciosamente, mientras su labio
inferior lleno de sangre caía sobre su barbilla. Luego su cabeza se echó hacia atrás, la
herida se abrió totalmente y un chorro de sangre manó de ella y el hombre cayó a mis
pies.
Beu dijo horrorizada: «¿Por qué? ¿Por qué has hecho eso, Zaa?»
«¡Cállate, mujer! —gritó Siempre Enojado. Luego me tomó por el brazo, con lo cual
impidió que yo también cayera y dijo—: Mixtli, puede ser que todavía estemos a
tiempo de evitar el procedimiento final...»
Negué con mi cabeza. «Tú lo oíste. Ya había sido bendecido con el hueso. Todo se ha
hecho como lo requieren los dioses.»
Qualanqui suspiró y me dijo roncamente: «Lo siento.»
Uno de sus ancianos compañeros me tomó por el otro brazo y dijo: «Todos lo
sentimos, joven Mixtli. ¿Prefieres esperar aquí mientras nosotros... mientras nosotros
cruzamos el río?»
Yo dije: «No. Todavía estoy al mando. Yo mandaré lo que se debe hacer en
Yanquitlan.»
El viejo asintió, luego levantó la voz y les gritó a los guerreros que estaban hacinados
en el camino: «¡Vosotros, hombres! Romped filas y desparramaos a lo largo de la orilla
del río, para hacer una escaramuza. ¡Moveos!»
«¡Dime qué pasó! —gritaba llorando Beu y retorciéndose las manos—. ¡Dime qué
Vamos a hacer!»
«Nada —grazné—. Tú no vas a hacer nada, Beu. —Y traté de tragar el nudo que tenía
en la garganta y parpadeé con fuerza para dejar mis ojos sin lágrimas e hice todo lo
posible por pararme derecho y ser fuerte—. Tú no harás nada más que quedarte aquí,
en este lado del río. Cualquier cosa que oigas desde aquí, sin importar el tiempo que
pase, no te muevas hasta que venga por ti.»
«¿Que me quede aquí sola? ¿Con eso?», y apuntó el cadáver del hombre.
Yo le dije: «No temas a ése, más bien siente felicidad por él. Fui muy rápido en mi
primer impulso de cólera. A éste le di un descanso rápido.»
Siempre Enojado gritó: «¡Hombres, avanzad en línea de escaramuza y cruzad el río!
De ahí en adelante no hagáis ningún ruido. Cerraos en un círculo sobre el área de la
aldea. No dejéis que nadie escape, sino que rodead y luego esperad órdenes. Vamos,
Mixtli, si piensas que debes venir.»
«Debo ir», dije y fui el primero que vadeé el río.
Nochipa había dicho que bailaría para la gente de Yanquitlan y era eso lo que ella
estaba haciendo, pero no era esa danza bella y modesta que siempre le había visto
hacer. En el crepúsculo
color púrpura, entre el atardecer y la luz de los fuegos, podía verla totalmente desnuda
bailando sin gracia, con sus piernas indecente y groseramente abiertas, mientras movía
por encima de su cabeza las dos varas blancas, que ocasionalmente dejaba caer sobre
alguna persona que hiciera cabriolas cerca de ella.
Aunque no lo deseaba, levanté mi topacio para verla más claramente. Lo único que
llevaba puesto era el collar de topacios que le había regalado cuando tenía cuatro años,
y al que le había añadido una nueva piedra luciérnaga en cada uno de sus ocho
cumpleaños siguientes, los pocos, muy pocos cumpleaños que ella tuvo. Su cabello
usualmente brillante, colgaba en sus espaldas enmarañado y opaco. Sus pechos se