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Goleman Daniel Inteligencia Emocional.doc
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13. Trauma y reeducación emocional

Som Chit, un refugiado camboyano, se quedó estupefacto cuando sus tres hijos, de seis, nueve y once años de edad, le pidieron que les comprara unas armas de juguete —imitación de los subfusiles de asalto AK-47— para emplearlas en el juego que algunos de sus compañeros de escuela llamaban Purdy. En este juego, Purdy, el villano, masacra con un arma de este tipo a un grupo de niños y seguidamente se quita la vida. A veces, sin embargo, el juego concluye de modo diferente y son los niños quienes acaban con Purdy.

El juego era, en realidad, una macabra representación de los trágicos acontecimientos que asolaron la Escuela Primaria de Cleveland el 17 de febrero de 1989. Durante el recreo matinal de primero, segundo y tercer curso, Patrick Purdy —antiguo alumno de la escuela veinte años atrás— comenzó a disparar indiscriminadamente desde un extremo del patio de recreo sobre los cientos de niños que estaban jugando en aquel momento. Durante siete interminables minutos, Purdy sembró el patio de balas del calibre 7,22 y, finalmente, se suicidó de un tiro en la sien. Cuando la policía llegó al lugar de los hechos, había cinco niños muertos y veintinueve heridos.

En los meses siguientes, los niños comenzaron a jugar espontáneamente al llamado «juego de Purdy», uno de los muchos síntomas que indicaban la profundidad con la que quedaron grabados aquellos dantescos siete minutos en la memoria de los pequeños. Cuando visité la escuela, situada a un paseo en bicicleta de un barrio aledaño a la Universidad del Pacífico en el que había pasado parte de mi infancia, habían transcurrido ya cinco meses desde que Purdy convirtiera un inocente recreo en una verdadera pesadilla. No obstante, aunque ya no quedaba el menor indicio del espantoso incidente —porque los agujeros de bala, las manchas de sangre y los rastros de carne, piel y cráneo habían sido limpiados en seguida e incluso las paredes habían sido repintadas al día siguiente— su presencia, sin embargo, seguía siendo todavía muy palpable.

Pero las huellas más profundas del tiroteo ya no estaban en los muros del edificio de la escuela primaria sino en las mentes de los niños y del personal que, como podían, trataban de reanudar su vida cotidiana. Tal vez lo más sorprendente fuera la forma en que se revivía una y otra vez, hasta en sus más pequeños detalles, el recuerdo de aquellos pocos minutos. Un maestro me confesó, por ejemplo, que una oleada de pánico había recorrido la escuela el día que se comunicó la proximidad de la festividad de San Patricio, porque muchos niños creyeron que se trataba de un día especialmente dedicado a Patrick Purdy, el asesino.

«Cada vez que oímos el sonido de la sirena de una ambulancia —me confesó otro maestro— todo parece quedar en suspenso mientras los niños se paran a comprobar si se detiene aquí o sigue su camino hasta la residencia de ancianos situada calle abajo.» Durante muchas semanas los niños tenían miedo de mirarse en los espejos de los lavabos porque se había extendido el rumor de que la Sangrienta Virgen María —una especie de monstruo imaginario— les espiaba desde ellos. Muchas semanas después del tiroteo, una muchacha aterrada entró en el despacho de Pat Busher, el director, gritando: «¡Oigo disparos! ¡Oigo disparos!» pero el ruido, como pronto se descubrió, procedía del extremo de una cadena que el viento hacía chocar contra un poste metálico.

Muchos niños se sumieron en un estado de continua alerta, como si se mantuvieran constantemente en guardia ante la posibilidad de que se repitiera la ordalía de terror. Algunos de ellos se arremolinaban en tomo a la puerta sin atreverse a salir al patio en el que había tenido lugar el incidente; otros adoptaron la costumbre de jugar en pequeños grupos, mientras uno de ellos montaba guardia; muchos, por último, siguieron evitando durante meses las zonas «malditas», las zonas en las que habían muerto los cinco niños.

Los recuerdos persistían también en forma de pesadillas que asaltaban a los pequeños mientras dormían. Algunas de éstas revivían directamente el incidente mientras que en otras ocasiones los niños se despertaban angustiados en medio de la noche, sobresaltados por todo tipo de imágenes aterradoras que les hacían creer que ellos tampoco tardarían en morir. Hubo niños que, para evitar soñar, trataron incluso de dormir con los ojos abiertos.

Como saben los psiquiatras, todas estas reacciones forman parte de los síntomas que acompañan al trastorno de estrés postraumático (TEPT). Según el doctor Spencer Eth, psiquiatra infantil especializado en TEPT, en el núcleo de este tipo de trauma se halla «el recuerdo obsesivo de la acción violenta (un puñetazo, una cuchillada o la detonación de un arma de fuego). Estos recuerdos se agrupan en tomo a intensas experiencias perceptibles (ya sean visuales, auditivas, olfativas, etcétera), como el olor a pólvora, los gritos, el silencio súbito de la víctima, las manchas de sangre o las sirenas de los coches de la policía».

En opinión de los neurocientíficos, estos momentos aterradoramente vívidos se convierten en recuerdos que quedan profundamente grabados en los circuitos emocionales de los afectados.

Todos estos síntomas son, de hecho, indicadores de una hiperexcitación de la amígdala que impele a los recuerdos del acontecimiento traumático a irrumpir de manera obsesiva en la conciencia. En este sentido, los recuerdos traumáticos se convierten en una especie de detonante dispuesto a hacer saltar la alarma al menor indicio de que el acontecimiento temido pueda volver a repetirse. Esta exacerbada susceptibilidad es la cualidad distintiva de todo trauma emocional, incluyendo la violencia física reiterada experimentada durante la infancia.

Cualquier acontecimiento traumático —un incendio, un accidente de automóvil, una catástrofe natural como, por ejemplo un terremoto o un huracán, una violación o un asalto— puede implantar estos recuerdos en la amígdala. Son muchas las personas que cada año sufren este tipo de calamidades, calamidades que, en la mayor parte de los casos, dejan una huella indeleble en su cerebro.

Los actos violentos son más perjudiciales que las catástrofes naturales, como los huracanes, por ejemplo, porque las víctimas de la violencia gratuita sienten que han sido elegidas deliberadamente y esa creencia mina la confianza en los demás y en la seguridad del mundo interpersonal. En cuestión de un instante, el mundo interpersonal se convierte en un lugar peligroso en el que los otros constituyen una amenaza potencial.

La crueldad deja en la memoria de la víctima una impronta que la lleva a responder con miedo ante todo aquello que pueda recordar vagamente la agresión. Por ejemplo, un hombre que fue atacado por la espalda y que no pudo ver a su agresor, quedó tan afectado después del incidente, que siempre trataba de caminar delante de una anciana para sentirse seguro de que no le iban a agredir de nuevo. Otra mujer que fue asaltada en un ascensor por un hombre que la condujo a punta de cuchillo hasta un piso vacío, permaneció horrorizada durante semanas por la idea de tener que entrar en un ascensor, en el metro o en cualquier otro espacio cerrado en el que pudiera sentirse atrapada, y en cuanto veía que un hombre se metía la mano en el bolsillo de la chaqueta —como había hecho su agresor— se levantaba en seguida de su asiento.

Como ha demostrado un reciente estudio realizado con supervivientes del holocausto nazi, la impronta del terror —y el pertinaz estado de hiperalerta resultante— pueden perdurar toda la vida. Cincuenta años después de haber perecido casi de inanición, de haber presenciado el asesinato de sus seres más queridos y de haber sobrevivido al terror constante de los campos de exterminio nazi, los recuerdos obsesivos seguían siendo particularmente vívidos. Un tercio de los sujetos entrevistados en esta investigación admitió que aún experimentaba una sensación generalizada de miedo, y cerca de tres cuartas partes respondieron que se sentían ansiosos ante cualquier recordatorio de la persecución nazi (como un uniforme, una llamada inesperada a la puerta, el ladrido de un perro o una chimenea humeante). Medio siglo más tarde, el 60% de los entrevistados reconoció que pensaba a diario en el holocausto y ocho de cada diez manifestaron sufrir frecuentes pesadillas. Como dijo un superviviente: «no seria normal si después de haber sobrevivido a Auschwitz no tuviera pesadillas».

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