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23 - Carpe Yugulum - Terry Pratchett - tetelx -...doc
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07.09.2019
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Igor asintió.

—Todass lass mañanass. Ssolían tomar un adorable brillo, también.

—Bien, ayúdenos a salir y veré que usted sea azotado con un cordón perfumado —dijo Tata.

—Grassias lo missmo, pero me esstoy yendo de todoss modoss —dijo Igor, ajustando una correa—. Esstoy enfermo hassta aquí arriba con esste grupo. ¡Elloss deberían esstar hassiéndolo! ¡Sson una dessgrassia para la esspessie!

Tata se secó la cara.

—Me gusta un hombre que dice lo que piensa —dijo—, que siempre está preparado a prestarle una toalla... ¿dije toalla? Quiero decir una mano.

—¿Vas a confiar en él? —dijo Magrat.

—Soy un buen juez de caracteres, yo —dijo Tata—. Y siempre puede confiar en un hombre que tiene puntadas todo alrededor de su cabeza.

—¡Vamos, vamos, vamos!

—¡Sólo podemos ser miles!

—¡Bigjobs!

Un zorro espió cautelosamente alrededor de un árbol.

A través de los bosques barridos por la lluvia un hombre se movía a toda velocidad mientras estaba aparentemente acostado. Llevaba un gorro de dormir, cuyo pompón rebotaba en el suelo.

Para cuando el zorro se dio cuenta de qué estaba ocurriendo era demasiado tarde. Una pequeña figura azul saltó del hombre acelerado y cayó en su hocico, pegándole entre los ojos con la cabeza.

—¿Lo ves? ¡Saca los huesos de esta yan!

El Nac mac Feegle saltó abajo mientras el zorro se desplomaba, agarró su cola con una mano y corrió detrás de los otros, agitando el brazo en el aire triunfalmente.

—¡Hurra! ¡Tenemos cena esta noche!

Habían empujado la cama hasta el centro de la habitación. Ahora Agnes y Avenas se sentaron a cada lado, escuchando los sonidos distantes de Variopintenen alimentando las aves. Se escuchaba el sonido de latas y el ocasional gañido cuando trataba de quitar un ave de su nariz.

—¿Perdone? —dijo Agnes.

—¿Excúseme?

—Pensé que usted susurraba algo —dijo Agnes.

—Estaba, er, diciendo una breve plegaria —dijo Avenas.

—¿Ayudará? —dijo Agnes.

—Er... me ayuda a mí. El Profeta Brutha dijo que Om ayuda a aquellos que se ayudan.

—¿Y lo hace?

—Para serle sincero, hay varias opiniones sobre su significado.

—¿Cuántas?

—Unas ciento sesenta, desde el cisma del 23 de febrero a las 10.30 a.m. Fue cuando los Chelonianisis Libremente ReUnidos (Asamblea del Distrito del Eje) se dividió de los Chelonianisis Libremente ReUnidos (Asamblea del Distrito del Borde). Fue algo bastante serio.

—¿Con derramamiento de sangre? —dijo Agnes. No estaba muy interesada, pero mantenía su mente lejos de lo que podía estar despertándose en un minuto.

—No, pero hubo puñetazos y derramaron tinta sobre un diácono.

—Puedo ver que fue muy malo.

—También hubo algunos serios tirones de barbas.

—Cielos. —Maniáticos sectarios, dijo Perdita.

—Usted se está riendo de mí —dijo Avenas solemnemente.

—Bien, eso suena un poco... trivial. ¿Ustedes están discutiendo siempre?

—El profeta Brutha dijo, ‘Dejad que haya diez mil voces’ —dijo el sacerdote—. A veces pienso que quiso decir que era mejor discutir entre nosotros que poner a los no creyentes al fuego y a la espada. Es todo muy complicado. —Suspiró—. Hay cien caminos hacia Om. Desafortunadamente a veces pienso que alguien dejó un rastrillo tendido a través de muchos de ellos. El vampiro tenía razón. Hemos perdido el fuego...

—Pero ustedes solían quemar a las personas con él.

—Lo sé... lo sé...

Agnes vio un movimiento por el rabillo del ojo.

El vapor subía desde abajo la manta con que habían abrigado a Yaya Ceravieja.

Cuando Agnes bajó la vista los ojos de Yaya se abrieron de golpe y giraron de un lado al otro.

Su boca se movió una o dos veces.

—¿Y cómo está, Srta. Ceravieja? —dijo Poderoso Avenas, con voz alegre.

—¡Fue mordida por un vampiro! ¿Qué clase de pregunta es ésa? —siseó Agnes.

—¿Una que es mejor que ‘Qué es usted’? —susurró Avenas.

La mano de Yaya tembló. Abrió la boca otra vez, arqueó el cuerpo contra la soga y luego se desplomó sobre la almohada.

Agnes le tocó la frente, y quitó la mano bruscamente.

—¡Se está quemando! ¡Variopintenen! ¡Traiga un poco de agua!

—¡Ya voy, señorita!

—Oh, no... —susurró Avenas. Señaló las sogas. Se estaban desatando, moviéndose sigilosamente unas sobre otras como serpientes.

Yaya medio rodó, medio cayó de la cama, aterrizando en sus manos y rodillas. Agnes fue a recogerla y recibió un codazo que la envió al otro lado de la habitación.

La vieja bruja arrastró la puerta y gateó afuera hacia la lluvia. Hizo una pausa, jadeando, mientras las gotas la mojaban. Agnes juró que algunas chisporrotearon.

Las manos de Yaya resbalaron. Cayó en el barro y forcejeó por enderezarse.

Una luz verde azulada se derramó por la puerta abierta del establo. Agnes volvió la mirada hacia adentro. Variopintenen estaba mirando un tarro, en donde un punto de luz blanca estaba rodeado por una pálida llama azul que se extendía mucho más allá del pote, y se rizaba y palpitaba.

—¿Qué es eso?

—¡Mi pluma de ave fénix, señorita! ¡Está quemando el aire!

Afuera, Avenas habían alzado a Yaya y había puesto su hombro bajo uno de sus brazos.

—Ella dijo algo —dijo—. ‘Yo soy’, creo...

—¡Ella podría ser un vampiro!

—Acaba de decirlo otra vez. ¿No la escuchó?

Agnes se acercó, y de repente la mano floja de Yaya estaba agarrando su hombro. Podía sentir el calor a través de su vestido empapado y distinguió la palabra en el silbido de la lluvia.

—¿Hierro? —dijo Avenas—. ¿Dijo hierro?

—Está la forja de castillo en la puerta al lado —dijo Agnes—. Llevémosla ahí.

La forja estaba oscura y fría, su fuego sólo se encendía cuando había trabajo que hacer. Llevaron a Yaya adentro; resbaló de su abrazo y cayó de manos y rodillas sobre las losas.

—Pero el hierro es inútil contra los vampiros, ¿verdad? —dijo Agnes—. Nunca escuché que las personas usaran hierro...

Yaya hizo un ruido entre un bufido y un gruñido. Se arrastró a través del piso, dejando un rastro de barro, hasta que llegó al yunque.

Era sólo un gran trozo largo de hierro para acomodar los poco experimentados aporreos de metal ocasionalmente necesarios para mantener el castillo en funcionamiento. Todavía arrodillada, Yaya se agarró de él con ambas manos y apoyó la frente.

—Yaya, qué puede... —empezó Agnes.

—Vete donde están... las otras —graznó Yaya Ceravieja—. Se necesitarán tres... brujas si esto sale... mal... ustedes tendrán que enfrentar... algo terrible...

—¿Qué cosa terrible?

Yo. Sal ahora.

Agnes retrocedió. Sobre el hierro negro, junto a los dedos de Yaya, unas pequeñas motas de óxido estaban chispeando y saltando.

—¡Es mejor que me vaya! ¡Manténgala vigilada!

—Pero qué pasa si...

Yaya lanzó la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados.

—¡Vete! —gritó.

Agnes se puso blanca.

—¡Usted escuchó lo que dijo! —gritó, y corrió afuera a la lluvia.

La cabeza de Yaya se desplomó contra el hierro otra vez. Alrededor de sus dedos unas chispas rojas bailaban sobre el metal.

—Señor sacerdote —dijo en un áspero susurro—. En alguna parte en este lugar hay un hacha. ¡Tráigala aquí!

Avenas miró a su alrededor desesperadamente. Había un hacha, una pequeña de doble filo, junto a una muela.

—Er, he encontrado una —arriesgó.

La cabeza de Yaya se sacudió hacia atrás. Sus dientes estaban apretados, pero logró decir:

—¡Afílela!

Avenas echó un vistazo a la muela y se lamió los labios nerviosamente.

—¡Afílela ahora mismo, dije!

Se quitó la chaqueta, se enrolló las mangas, levantó el hacha y puso un pie sobre el pedal de la rueda.

Unas chispas saltaron de la hoja cuando la rueda giró.

—Luego encuentre algo de madera y... corte una punta. Y encuentre... un martillo...

El martillo fue fácil. Había un estante de herramientas junto a la rueda. Unos segundos de desesperado rebuscar entre los escombros junto a la pared produjeron un poste de cerca.

—Señora, ¿qué está queriendo que yo...?

—Algo... aparecerá... en este momento —jadeó Yaya—. Asegúrese... de saber bien... qué es...

—Pero usted no espera que yo degüelle...

—Le estoy ordenando a usted, hombre religioso. ¿En qué cree usted... realmente? ¿Qué pensaba que... era todo esto? ¿Cantar canciones? Tarde o temprano... todo vuelve... a la sangre...

Su cabeza colgó contra el yunque.

Avenas miró sus manos otra vez. Alrededor de ellas el hierro era negro, pero apenas un poco más allá de sus dedos había un pálido brillo en el metal, y el óxido todavía chisporroteaba. Tocó el yunque cautelosamente, entonces retiró la mano y se chupó los dedos.

—La Srta. Ceravieja está un poco mal, ¿verdad? —dijo Variopintenen, entrando.

—Creo que usted podría decirlo indudablemente, sí.

—Oh cielos. ¿Quiere un poco de té?

—¿Qué?

—Es una noche terrible. Si vamos a quedarnos levantados pondré la tetera.

—¿Usted se da cuenta, hombre, que ella podría levantarse de allí como un vampiro sanguinario?

—Oh. —El halconero bajó la mirada a la figura quieta y al yunque humeante—. Es buena idea enfrentarla con una taza de té dentro suyo, entonces —dijo.

—¿Usted comprende qué está ocurriendo aquí?

Variopintenen lanzó otra lenta mirada a la escena.

—No —dijo.

—En tal caso...

—No es mi trabajo comprender este tipo de cosas —dijo el halconero—. No fui entrenado. Probablemente necesita mucho entrenamiento, comprender esto. Ése es su trabajo. Y el trabajo de ella. ¿Usted puede comprender qué sucede cuando un ave que ha sido entrenada caza una presa y todavía volverá a la muñeca?

—Bien, no...

—Allí lo tiene, entonces. Así que eso está bien. Una taza de té, ¿verdad?

Avenas se rindió.

—Sí, por favor. Gracias.

Variopintenen salió apresuradamente.

El sacerdote se sentó. Si se sabía la verdad, no estaba seguro de comprender qué estaba ocurriendo. La anciana había estado ardiendo y en dolor, y ahora... el hierro se estaba poniendo caliente, como si el dolor y el calor estuvieran saliendo. ¿Alguien podía hacer eso? Bien, por supuesto, los profetas podían, se dijo concienzudamente, pero era porque Om les había dado el poder. Pero a decir de todos la anciana no creía en nada.

Estaba muy quieta ahora.

Los otros habían hablado de ella como si fuera alguna gran maga, pero la figura que había visto en el salón era sólo sido una anciana cansada y extenuada. Había visto a personas abajo en el hospicio en Aby Dyal, tiesas y retraídas hasta que el dolor era demasiado grande y todo lo que quedaba era una plegaria y entonces... ni siquiera eso. Parecía ser donde ella estaba ahora.

Estaba realmente quieta. Avenas sólo había visto una quietud así cuando el movimiento ya no era una alternativa.

* * *

Hacia arriba de la ventosa montaña y hacia abajo por la cañada llena de juncos corrían los Nac mac Feegle, que parecían no tener ningún concepto de cautela. El progreso era un poco más lento ahora, porque algunos de la partida se apartaban ocasionalmente para tener una pelea o una cacería improvisada, y además del Rey de Lancre había ahora, balanceándose a través del brezo, el zorro, un ciervo aturdido, un jabalí, y una comadreja que había sido sospechada de mirar a un Nac mac Feegle de una manera rara.

Verence veía, aturdido, que estaban dirigiéndose hacia un banco al borde de un campo, desolado y abandonado, cubierto con algunos antiguos árboles espinosos.

Los duendes pararon con una sacudida cuando la cabeza del Rey estuvo a unas pulgadas de un gran agujero de conejo.

—¡No va a caber!

—¡Empujemos, ahora!

La cabeza de Verence fue golpeada esperanzadamente contra la tierra mojada una o dos veces.

—¡Córtenle las orejas!

—¡Bigjobs!

Uno de los duendes sacudió la cabeza.

—¿No podremos hacerlo, entonces? Otra manera es y’ole carlin’ll hae todas las agallas fae garters...

Inusitadamente, los Nac mac Feegle se quedaron silenciosos por un momento. Entonces uno de ellos dijo:

—Nadie tiene tantas agallas, correcto.

—Y además, ella nos dará agua de vida. Lo prometimos. No puedes fallarle a una bruja.

—Todos en ello, entonces...

Verence fue dejado caer en el suelo. Se escuchó un breve sonido de alguien cavando, y el barro llovió sobre él. Entonces fue recogido otra vez y llevado por un agujero más agrandado, con la nariz rozando las raíces de árbol en el techo. Detrás de él se escuchaba el sonido de alguien que rápidamente rellenaba un túnel.

Entonces sólo quedó un banco donde vivían los conejos obviamente, cubierto con árboles espinosos. Invisible en la noche borrascosa, una nube de humo ocasional se movía entre los troncos.

Agnes se apoyó contra la pared del castillo, que estaba chorreando agua, y trató de recuperar el aliento. Yaya no le había dicho que se fuera. La orden había golpeado su cerebro como un balde de hielo. Incluso Perdita lo había sentido. Era impensable no obedecer.

¿Adónde se habría ido Tata? Agnes sintió un urgente deseo de estar cerca de ella. Tata Ogg irradiaba un campo constante de todo-estará-bien. Si habían salido por la cocina podía estar en cualquier lugar...

Escuchó el coche salir traqueteando a través del arco que conducía a las cuadras. Era apenas una forma vislumbrada, envuelta en rocío de lluvia, mientras rebotaba a través de los adoquines del patio. Una figura junto al conductor, sujetando un saco sobre su cabeza contra el viento y la lluvia, podía haber sido Tata. Apenas importaba. Nadie habría visto a Agnes correr por los charcos agitando una mano.

Se dirigió hacia el arco mientras el coche desaparecía colina abajo. Bien, estaban tratando de alejarse, ¿verdad? Y robar el coche de un vampiro tenía cierto estilo Tata Ogg...

Alguien agarró sus dos brazos desde atrás. Instintivamente trató de golpear para atrás con los codos. Era como tratar de moverse contra una roca.

—Vaya, Srta. Agnes Nitt —dijo Vlad fríamente—. ¿Un agradable paseo para tomar un poco de lluvia?

—¡Han huido de usted! —escupió.

—¿Eso cree usted? Padre podría enviar ese coche directamente al desfiladero en un momento si quisiera hacerlo —dijo el vampiro—. Pero no lo hará. Preferimos el toque personal.

—El enfoque en-su-cuello —dijo Agnes.

—Ja, sí. Pero él está realmente tratando de ser razonable. ¿De modo que no puedo convencerla de que se haga una de nosotros, Agnes?

—¿Qué, alguien que vive tomando la vida de otras personas?

—Habitualmente ya no vamos tan lejos como eso —dijo Vlad, arrastrándola hacia adelante—. Y cuando lo hacemos... bien, nos aseguramos de que sólo matamos a personas que merecen morir.

—Oh, bien, eso está muy bien, entonces, ¿verdad? —dijo Agnes—. Estoy segura de que confiaría en el criterio de un vampiro.

—Mi hermana puede ser un poco demasiado... rigurosa a veces, lo admito.

—¡He visto a las personas que trajeron con ustedes! ¡Prácticamente mugen!

—Oh, ellos. Los empleados domésticos. ¿Bien? No es muy diferente de las vidas que habrían tenido en todo caso. Mejor, a decir verdad. Están bien alimentados, protegidos...

—... ordeñados.

—¿Y eso es malo?

Agnes trató de liberarse de su abrazo. Justo aquí no había ninguna pared de castillo. No había habido necesidad. El Desfiladero Lancre era toda la pared que alguien podía necesitar, y Vlad la estaba llevando directamente a la caída vertical.

—¡Qué palabras tan estúpidas! —dijo.

—¿Lo son? Tengo entendido que usted ha viajado, Agnes —dijo Vlad, mientras ella forcejeaba—. De modo que sabrá que muchas personas llevan pequeñas vidas, siempre bajo el látigo de algún rey o gobernante o amo que no vacila en sacrificarlos en una batalla o que los despiden cuando ya no pueden trabajar.

Pero pueden escapar, dijo Perdita de pronto.

—¡Pero pueden escapar!

—¿De veras? ¿A pie? ¿Con una familia? ¿Y sin dinero? Normalmente nunca lo intentan siquiera. La mayoría de las personas aguantan la mayoría de las cosas, Agnes.

—Eso es de lo más desagradable, cínico...

Exacto, dijo Perdita.

—... exac... ¡No!

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